El jacobinismo es un universalismo pendiente
El diálogo transcurre en la famosa novela de Alejandro Dumas, publicada en 1845. El conde de Montecristo se dirige al fiscal De Villefort. “¿Vuestro padre no era bonapartista?”, le pregunta; “Me parece recordar que algo así me habíais dicho”. Incómodo, el fiscal se distancia ostensiblemente de su padre, que peor aún que bonapartista, era jacobino: “Mi padre fue jacobino antes que cualquier otra cosa (..). Cuando mi padre conspiraba, no lo hacía por el Emperador [Napoleón], sino contra los Borbones; mi padre tenía eso de terrible en él: nunca combatió por las utopías irrealizables, sino por las cosas posibles, y al éxito en esas cosas posibles se dedicó a aplicar las terribles teorías de la Montaña [facción extrema del jacobinismo parlamentario] que no retrocedían ante nada…”. Pese a la censura filial que tiene que expresar el personaje —celoso servidor y figura prominente de los regímenes reaccionarios que su padre había combatido—, sus palabras traslucen, con escaso disimulo, la simpatía del novelista hacia los viejos jacobinos.
Además de un homenaje velado, las palabras que Dumas pone en labios de Villefort ofrecen una síntesis certera sobre el fenómeno jacobino. Contra la imagen más o menos estereotípica de violencia, intransigencia o fanatismo, ligada a la figura de Robespierre “el Incorruptible”, el jacobinismo es, como apunta Dumas a través de Villefort, esencialmente un pragmatismo. Una tensión constante, no siempre bien resuelta (a veces, sangrientamente resuelta), entre los ideales, la teoría y las ambiciones —“las utopías irrealizables”—, por un lado; y las exigencias de la acción y la práctica política en cada momento —“las cosas posibles”—, por otro. Un pragmatismo universalista o un universalismo pragmático, al servicio de la Revolución y de sus “terribles” promesas fundacionales, pero decidido a intervenir sobre la realidad desde cualquier resquicio posible. En las calles, en las tribunas de los clubs, en la prensa, en los Parlamentos o en los gobiernos: es esa combinación de determinación y dirección la que explica la potencia y el atractivo del jacobinismo como fuerza de emancipación, resistencia a la opresión, desafío al oscurantismo y transformación social, no sólo en la Francia de finales del siglo XVIII, sino también en otras latitudes y en otros momentos históricos.
Parte 1 de 3: Las terribles teorías de la Montaña
El club jacobino nacía oficialmente en París, bajo la denominación de “Sociedad de Amigos de la Constitución”, en el convento de los dominicos (o “jacobinos”, por estar su orden dedicada a San Jacobo) de la rue Saint-Honoré, el 19 de octubre de 1789. El rey y la Asamblea Nacional se habían instalado en París en los días precedentes, procedentes de Versalles, bajo la presión y sometidos a la estrecha vigilancia de las masas populares parisinas; los clubs y asociaciones políticas que orbitaban en torno a ambos poderes (real y parlamentario; ejecutivo y legislativo) se desplazaron con ellos. Los reunidos en el convento de la rue Saint-Honoré —que empiezan a conocerse como jacobinos a partir de entonces— eran los miembros del “club bretón” de Versalles, que agrupaba originalmente a los representantes reformistas del Tercer Estado, y a los diputados constitucionales (partidarios de una Constitución) y más progresistas de la nueva Asamblea Nacional. Los lideraba entonces el conde de Mirabeau, diputado de la Provenza, que pasaría a la Historia, además de por haber afirmado la inviolabilidad y la soberanía de la Asamblea frente a un emisario del Rey (“…no abandonaremos esta sala más que por la fuerza de las bayonetas”), por ser uno de los principales redactores de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano.
La reivindicación de la Constitución, primero, y la consolidación de esa Declaración de Derechos que la encabeza, después, constituyen los primeros mots d’ordre de club jacobino. La Declaración no es patrimonio exclusivo del jacobinismo, pero constituye, si no el programa político, sí las coordenadas intelectuales en que se mueve y con las que se orienta el universo jacobino. Su ambición universalista y emancipatoria es explícita desde sus primeros artículos, “Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos (..); los derechos naturales e imprescriptibles del hombre son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión” (arts. 1 y 2). También lo son las nociones de política y Constitución que manejan los revolucionarios, que son inseparables de esos derechos: “el objeto de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre (..). Una sociedad en la que no estén garantizados los derechos, ni determinada la separación de los poderes, carece de Constitución” (arts. 2 y 16). Cuando los primeros jacobinos reivindican la Constitución y se proclaman “amigos” de ésta, no se refieren a ningún texto fundamental concreto; reclaman un ordenamiento social que asegure los derechos fundamentales y los proteja frente al despotismo, en particular, consolidando la separación de poderes.
La aspiración del jacobinismo —como la de la Revolución a la que acompaña y por la que vela— es universal, porque universales son los derechos del hombre que proclama y aspira a proteger frente a tentaciones despóticas o fanáticas. Sólo las limitaciones logísticas y prácticas —el jacobinismo es un pragmatismo, no una filosofía— reducen su alcance a perímetros más reducidos: los de nación política, patria revolucionaria y República. Esa capacidad para dirigirse y apelar a todos, que más tarde hará suya el socialismo (“el género humano es la Internacional”), explica su enorme resonancia y la longeva persistencia de sus ecos, dentro y fuera de las fronteras galas: desde el Caribe hasta la Turquía post-otomana y la Rusia de los zares, pasando por Inglaterra, España, Italia, Holanda o Alemania, la Revolución y el ideario jacobino causan un terremoto político y social de largo alcance en Europa —y, a través de ella, en buena parte del mundo—, e inspiran numerosos movimientos de liberación, resistencia y modernización, incluso en condiciones y circunstancias desconocidas o difíciles de concebir para los primeros actores de la Revolución. Es en nombre del universalismo de los derechos que se alzan los esclavos de la colonia francesa de Santo Domingo, en una lucha contra la metrópoli y por la emancipación dirigida por Toussaint Louverture y los llamados “jacobinos negros”. Y es desde el núcleo igualitario del jacobinismo que la revolucionaria Olympe de Gouges reclama —a los dirigentes jacobinos de la época— la igualdad plena entre hombres y mujeres, exigiendo que los Derechos reconocidos en la Declaración sean tanto del Hombre como de la Mujer: será guillotinada, pero su combate será retomado por generaciones posteriores de feministas de inspiración jacobina, hasta nuestros días.
La misma onda expansiva que convierte a la Revolución en un fenómeno global, levanta poderosas suspicacias y resistencias a su paso. Y para los más suspicaces —no sin razón—, será justamente el universalismo jacobino el factor más desestabilizador y más corrosivo para el orden establecido. La abstracción y la vocación universal de los derechos proclamados será el principal reproche que la Revolución reciba entre sus críticos conservadores y tradicionalistas más prominentes, desde Edmund Burke hasta Joseph de Maistre. Este último ironizaba, famosamente, sobre la apelación revolucionaria a un Hombre abstracto que, a su juicio, no existía y no podía ser sujeto de derechos: “En mi vida, he visto a franceses, ingleses o alemanes, y gracias a Montesquieu, sé que incluso se puede ser persa; pero un Hombre, eso no lo he encontrado en toda mi vida…”.
Parte 2. Una aspiración ilustrada, democrática e igualitaria
Detrás de la ambición universalista y emancipatoria del jacobinismo, detrás de su pretensión de dirigirse al género humano en su totalidad, hay un potente imaginario racionalista y de progreso procedente de la Ilustración, que ofrece a generaciones de revolucionarios de distintas épocas un sistema de valores humanistas y referencias compartidas. Éstas orbitan en torno al individuo y sus derechos, la protección frente al despotismo y la denuncia de los privilegios, la defensa de la libertad y la igualdad, y la ley común como soporte de la ciudadanía: es el fermento intelectual de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789. Dentro de este marco, compartido por todos los actores de la Revolución, el imaginario específicamente jacobino está impregnado del modelo social y del pensamiento de Jean-Jacques Rousseau, de su énfasis —que el transcurso de la Revolución irá radicalizando— en la virtud cívica y en la ambición democrática e igualitaria. Ésta no se limita, como en otros ilustrados, a la igualdad civil o política, sino que se adentra en las causas y las consecuencias de la desigualdad social.
La afinidad ideológica se alinea aquí con la necesidad política. A medida que las dificultades y las divisiones revolucionarias se acentúan, el jacobinismo toma conciencia de que la Revolución sólo es viable con el apoyo de las clases populares y más desfavorecidas (los sans-culottes), cuyas prioridades y demandas sociales integra progresivamente en la agenda revolucionaria. Esa orientación marcará la ruptura entre el jacobinismo y las facciones “moderadas” de la Revolución, y condicionará poderosamente la evolución posterior de ésta. La articulación jacobina de lucha democrática y reivindicaciones sociales, entre clases medias y trabajadoras, prefigura, en alguna medida, la síntesis socialdemócrata y republicana que el socialista Jaurès resumiría certeramente un siglo más tarde: “la república política ha de conducir a la república social”. El creciente énfasis igualitario y democrático de los jacobinos se hará patente, además de en la producción legislativa de la Convención nacional, en los discursos, particularmente exaltados en la fase álgida del gobierno jacobino, y en la propia denominación de los clubs: en 1792, la “Sociedad de Amigos de la Constitución” será rebautizada “Sociedad de Amigos de la Libertad y la Igualdad”.
Más allá de estas orientaciones y de estas intuiciones estratégicas, los intentos de precisar una ideología o un programa político genuinamente jacobino —al menos tal y como éstos se entienden en la actualidad— suelen ser infructuosos. No hay y no puede haber una foto ideológica fija de la práctica jacobina, porque las sucesivas conceptualizaciones y teorizaciones que producen los jacobinos (y que reflejan sus intervenciones) discurren en paralelo a las problemáticas socio-económicas, institucionales y políticas que se ven obligados a afrontar, en muchos casos inéditas, y no es raro que, variando, se contradigan parcialmente unas a otras: la ideología, el programa y la propia mirada jacobina evolucionan sobre la marcha. También lo hace el propio movimiento, que sufre cismas, escisiones, depuraciones y crisis —ecos de las convulsiones ideológicas y programáticas— a lo largo de su existencia. No sólo en el período entre 1789 y 1794, particularmente turbulento; sino también a lo largo de todo el siglo XIX, cuando los herederos de la tradición jacobina nutren las filas de las oposiciones y las conspiraciones democráticas, socialistas y republicanas contra los regímenes reaccionarios que se suceden en Francia.
En las primeras fases de la Revolución, tras la apertura de los Estados Generales, el club jacobino se orienta hacia la causa constitucional, esto es, hacia la consolidación de una monarquía constitucional y parlamentaria capaz de implementar las reformas democráticas y proteger los derechos cívicos. La ruptura entre el polo monárquico, encarnado en Luis XVI, y el polo democrático y parlamentario; entre la monarquía constitucional y el proceso revolucionario —irreversible tras la traición del rey y su huida a Varennes—, lleva al jacobinismo a decantarse por la República. Más adelante, la fracción jacobina más intransigente (la fracción parlamentaria de la Montaña) se desliza, apoyada en su estrecha alianza con las masas populares organizadas de sans-culottes parisinos, hacia una defensa de la Revolución cada vez más beligerante. Sus medidas de “salvación pública” intentan hacer frente a todos sus enemigos y adversarios — tanto interiores (entre ellos, antiguas facciones jacobinas y sectores a la “derecha”, los indulgents, y a la “izquierda”, los enragés) como exteriores, a medida que la situación se degrada y el proceso revolucionario se ve amenazado por las severas dificultades económicas, los reveses en la guerra contra la coalición contrarrevolucionaria de las Coronas europeas y la guerra civil abierta en el interior contra la reacción aristocrática y clerical. Es en este contexto de excepción y guerra en múltiples frentes, de riesgo extremo para la supervivencia de la Revolución y de sus conquistas —frecuentemente ignorado al examinar el período—, en el que se despliega la llamada “dictadura jacobina” de 1793 y las medidas de excepción, suspensión de garantías y represión política que se conocen como Terror jacobino. Una curiosa “dictadura”, de todas maneras, que cayó tras una tormentosa jornada de debate y voto parlamentario, en la que la Convención nacional retiró su confianza, destituyó e hizo arrestar a Robespierre, entre el 8 y el 9 termidor del año II (26 y 27 de julio de 1794).
Tras ese golpe de termidor, y tras el fin de la propia Convención nacional en 1795, figuras del jacobinismo derrotado y perseguido participarían en todos los movimientos de oposición al orden reaccionario —incluidas, como indica Dumas, las conspiraciones bonapartistas contra la Restauración—, y se reorganizarían en torno al estandarte de la Constitución republicana de 1793, la más democrática y avanzada de las que produjo la Revolución. De ahí transitarían a la defensa de una República —con la que los jacobinos acabarían identificándose— concebida como protección efectiva de los derechos proclamados en 1789, y de la soberanía para defenderlos. Esa República, proclamada primero en 1791, después en 1848 y —brevemente— en la utopía socialista y autogestionaria de la Comuna de París de 1870, no se implantaría definitivamente hasta finales del siglo XIX, y se vería asediada desde su alumbramiento por múltiples amenazas, tanto a su “derecha” (las diversas familias monárquicas e imperiales, el populismo autoritario, la reacción conservadora, clerical o fascista) como a su “izquierda” (la violencia anarcosindicalista, el comunismo de obediencia bolchevique), tanto interiores como exteriores.
A la estabilización y defensa de esa República, de ese “orden constitucional” que reclama la vieja Declaración de Derechos, se consagrarían los herederos del viejo jacobinismo revolucionario, agrupados en el “partido radical y radical-socialista” y liderados, entre otros, por Georges Clemenceau. Solidario pero crítico con la fallida experiencia revolucionaria de la Comuna, cercano al movimiento obrero pero crítico con la pulsión violenta y ultraizquierdista, Clemenceau es uno de los artífices de la consolidación de la República jacobina, laica, democrática y parlamentaria. Amigo del socialista Jaurès y de la dirigente communarde Louise Michel, Clemenceau reivindicaba el “espíritu socialista” de su republicanismo, y destacó como arquitecto y promotor de la articulación entre jacobinismo y socialismo — una articulación en la que tuvo un éxito relativo, en las convulsas circunstancias de principios del siglo XX. Como los jacobinos del 93 habían intuido, y como hoy podemos seguir constatando, Clemenceau fue consciente de que la estabilidad republicana requería la inclusión de los trabajadores y las clases modestas en el debate público, tanto como éstas necesitaban de una ley y una República social y democrática, porque éstas eran (son) sus mejores instrumentos de emancipación, su patrimonio común e indivisible.
Parte 3 : Actualidad del jacobinismo
La fuerza y los ecos del jacobinismo no residen en una fidelidad estéril a una doctrina política rígida, o a unas recetas económicas o institucionales para problemas que cambian bruscamente de forma y de alcance. Si así fuera, su interés sería el de una mera curiosidad histórica, un vestigio más o menos venerable, pero sin utilidad práctica en tiempos y contextos —los actuales— radicalmente distintos de los que presenciaron su alumbramiento. No es el caso; el jacobinismo contribuye a inaugurar una modernidad política en la que todavía vivimos, y lo hace con unas intuiciones políticas, y con una combinación de ambición universalista y determinación pragmática, que siguen siendo pertinentes. Con una vocación de revuelta y de resistencia a cualquier forma de despotismo y superstición que está lejos de haber caducado. Con unas promesas que, por su magnitud, siguen vigentes y —pese a los progresos realizados— pendientes. La influencia que el ideario jacobino ejerció entre sus contemporáneos, prolongada después a lo largo de las sucesivas oleadas revolucionarias y reformistas del siglo XIX y XX, y que sigue ejerciendo en la actualidad, tiene que ver con la radicalidad (de “raíz”) en los diagnósticos, la flexibilidad en los medios y la audacia posibilista (“de l’audace, encore de l’audace, toujours de l’audace”, insistía Danton) en las medidas concretas. Pero también –y quizá, sobre todo— con la universalidad de sus valores igualitarios y democráticos, de emancipación y transformación social. Éstos no pasan de moda, ni han dejado de estar presentes en el horizonte colectivo.
Cualquier perspectiva jacobina contemporánea necesita mantener y actualizar esta doble dimensión universalista y pragmática que ha dado históricamente sentido a la reflexión y la práctica jacobina en los últimos dos siglos. Conviene, por ello, distinguir entre lo fundamental y lo accesorio, entre lo necesario y lo contingente en la tradición jacobina, revolucionaria e ilustrada. Entre objetivos persistentes —identificables a lo largo de las distintas generaciones revolucionarias— y prioridades circunstanciales e históricamente condicionadas, de la práctica jacobina.
Eso obliga también a examinar el contenido de las palabras. Ni la Constitución, ni la Revolución, ni la República —y mucho menos el Estado o la nación per se—, son en sí mismos fetiches u objetivos primarios del jacobinismo, aunque estén estrechamente asociados con éste a lo largo de su trayectoria. Son más bien los vehículos que históricamente han permitido organizar la emancipación, resistir a la opresión y articular la defensa y preservación efectiva de los derechos fundamentales de los ciudadanos, de las condiciones para su igualdad y su libertad efectiva. A su utilidad para estos propósitos cabe subordinarlos en última instancia. Es inevitable que, en cada momento histórico, esos valores y esos derechos sólo puedan protegerse pragmática y eficazmente en un perímetro determinado —el de una nación o “sociedad política” constituida en República democrática, en los siglos XIX y XX—, instituidos como derechos de ciudadanía; pero la Revolución y el ideario jacobino, el fundamento y el aliento último de su política, parten de la convicción profunda que se tienen y cabe defenderlos por el mero hecho de ser humanos.
Para no hacer recreación histórica sino política jacobina, se impone por tanto examinar y comprender las condiciones socio-económicas, históricas e institucionales de la realidad y de las sociedades ante la que se pretende intervenir —y en particular, de la sociedad española—, que no se parecen a las que tuvieron que afrontar los revolucionarios de 1789. Ni las amenazas de despotismo vienen hoy de Coronas o de reyes con peluca, ni el oscurantismo ni la superstición proceden (sólo) de las fuentes de antaño, ni los derechos se protegen (sólo) con inscribirlos en una Constitución, ni el poder reside en palacios reales o en Asambleas legislativas susceptibles de tomarse o rodearse, por soberanas que se proclamen. Tampoco todos los conflictos se dan, se ganan o se pierden en los campos de batalla de media Europa, con un pueblo en armas que desfila al ritmo de “La Marsellesa”.
Persisten y se reproducen, eso sí, los mismos fenómenos ante los que se revolvió el primer jacobinismo, a veces dados prematuramente por muertos, y hoy revestidos de otros envoltorios, a veces sorprendentes, frecuentemente engañosos. Estructuras de poder cada vez más difíciles de someter a la voluntad y al interés general. Formas corrosivas de superstición y fanatismo que envenenan la convivencia y las posibilidades de un debate racional y democrático entre iguales. Mecanismos renovados de opresión selectiva que se ensañan con las poblaciones más frágiles y que organizan la “secesión” y la escisión de las sociedades en tribus extrañas, desconectadas e incapaces de hablarse entre sí. Lógicas de privilegio y fragmentación de la ciudadanía, territoriales e identitarias, socio-económicas y culturales. Riesgos para la unidad y —en última instancia— la eficacia y la existencia del espacio de deliberación y decisión pública (la “República” de los jacobinos, que no en vano debía ser “una e indivisible”)… la lista es larga.
Afortunadamente, junto a los nuevos avatares de viejos fantasmas, también surgen nuevas posibilidades de emancipación, de resistencia cívica y de organización política y social para hacerles frente. Nuevos espacios para la denuncia y la concertación, viejas y nuevas oportunidades y medios para el trenzado de solidaridades colectivas y alianzas sociales que los jacobinos del 89 no podrían siquiera haber soñado, dentro y fuera de las fronteras de una nación política que es punto de partida, no de llegada. La España y la propia Europa del siglo XXI se encuentran en una posición muy diferente en el mundo —notablemente más periférica— de la que tenía la Francia revolucionaria de finales del siglo XVIII. Las sociedades y el mundo son hoy mejores, pero también considerablemente más complejos y más integrados de lo que eran cuando los primeros diputados de los Estados Generales llegaron en procesión a Versalles; ninguna de las implicaciones de ello puede negarse o ignorarse.
Los ideales, los valores y algunos reflejos e intuiciones fundamentales del jacobinismo, las principales “teorías terribles de la Montaña, que no retrocedían ante nada”, mantienen hoy, en lo principal, vigencia y pertinencia. Pero su eficacia política depende de la capacidad para acertar en “el combate por las cosas posibles”, sin el cual el jacobinismo es reliquia o nostalgia, arqueología o entretenimiento. Lo advertía y anunciaba el poeta español de la sangre jacobina y el verso de manantial sereno, “está el ayer alerto al mañana, mañana al infinito; ¡hombres de España, ni el pasado ha muerto, ni está el mañana —ni el ayer— escrito!”.