Transformaciones en los partidos políticos, particularidades españolas y exigencias ciudadanas
Autores: Martín Alonso Zarza y Francisco Javier Merino Pacheco.
La intención de este escrito es contribuir a la oxigenación de una atmósfera política crispada a partir de unas consideraciones sobre los cambios que han experimentado los partidos y las particularidades que presenta el paisaje en España, especialmente en el espectro de la izquierda, pero sin perder de vista un mapa general que contempla un crecimiento significativo y muy preocupante de las versiones extremas de la derecha. Está organizado en cinco partes dedicadas sucesivamente a las transformaciones experimentadas por los partidos, las particularidades del caso español, la coyuntura de la crispación, los argumentos en favor de una opción de izquierda social y democrática y la vigencia de unos ideales emancipadores que se enfrentan a rivales poderosos en cuanto a las preferencias colectivas. Serían las siguientes:
1. Transformaciones en los partidos: una mirada histórica
2. Hechos diferenciales en el sistema de partidos en España
3. Polarización y espacio público habitable
4. La vigencia de un proyecto democrático y social
5. Desigualdad, solidaridad, consumismo y ciudadanía
1. Transformaciones en los partidos: una mirada histórica
Escribía el historiador francés François Hertog que una de las características de nuestro régimen de historicidad es el presentismo; ello nos priva de luces largas, de un telón de fondo, en la reflexión sobre los problemas que nos afectan. Habría que añadir el localismo tribal en un paralelo régimen de espacialidad. Ampliar la escala de los mapas cronológicos y geográficos también puede brindar algún provecho a la hora de hilvanar unas reflexiones sobre los partidos que pudieran ser de utilidad para su funcionamiento, tanto de los viejos como de los nuevos. Para este apartado se seguirá principalmente a Stephanie L. Mudge, que se ocupa de la izquierda, y a Peter Mair, que lo hace del conjunto del espectro; ambos ofrecen una visión panorámica y sistémica de los cambios que ha sufrido la estructura y el funcionamiento de los partidos.
Stephanie L. Mudge, profesora de Sociología de la Universidad de California, Davis,[1] distingue tres etapas en el último siglo de la izquierda: socialista, economicista keynesiana y neoliberal; esas etapas difieren tanto por los elementos programáticos como por la composición social y el perfil de los cuadros de los partidos.
En la primera fase los partidos de izquierda defienden un análisis marxista de la realidad, se definen como partidos de los trabajadores y propugnan la propiedad colectiva de los medios de producción. Hacia los años 60 se produce el giro economicista y el keynesianismo sustituye al socialismo como referencia ideológica en los partidos socialdemócratas: crecimiento, pleno empleo y prosperidad.[2] Aunque lo que vino después hizo bueno al keynesianismo, la autora le atribuye una responsabilidad en la deriva por dos razones: el abandono de los ideales socialistas –entre ellos la propiedad colectiva de los medios de producción– y el giro economicista y tecnocrático que supuso un punto de partida para la progresiva externalización de la producción del discurso político que se materializaría en la fase siguiente.
La tercera fase es consecuencia del desplazamiento del keynesianismo por el neoliberalismo y su asunción en los noventa por el Consenso de Washington y la Tercera Vía. Su discurso elimina como protagonista a la clase trabajadora y se articula en torno a un vago progresismo, en una contundente defensa del mercado ─lo que Tony Judt llama «el fundamentalismo de mercado»─ y la globalización y en la asunción de un Estado social asistencialista que celebra el esfuerzo, el mérito, la adaptabilidad y la responsabilidad personal. Amparó la ola privatizadora que resultó ser en el fondo una expropiación: para nuestro país, «la operación económica más importante de la historia económica».[3] Desde ciertos sectores se defiende que el liberalismo es de izquierdas (Alberto Alesina y Francesco Giavazzi en Italia), mientras que otros, cada vez más y entre ellos Thomas Piketty, aseguran que ese giro ha enajenado a los trabajadores del centroizquierda y dejado expedito el terreno al populismo de derechas y los partidos ultras que lo representan, ofreciendo soluciones mágicas envueltas en mentiras más o menos piadosas pero desmovilizadoras de las clases populares.
A esas fases corresponden tres tipos de perfiles de expertos de partido que rompen la división clásica entre partidos de notables y partidos de masas. En la primera predominan los intelectuales orgánicos (sindicalistas, periodistas, activistas formados en el movimiento obrero) que hacen su carrera en el partido. En la segunda los economistas universitarios ocupan el papel central, ahora en ocasiones en oposición a los sindicatos. En la fase neoliberal se imponen los expertos de partido a los que Mudge denomina TFE (economistas trasnacionales orientados a las finanzas); son especialistas que aunque no profesen abiertamente la fe neoliberal asumen la primacía de la ortodoxia economicista y se expresan en un enjambre de colectivos como consultores, expertos en comunicación, spin doctors (ingenieros de opinión),[4] think tanks, o fundaciones, que suplantan el protagonismo de los cargos orgánicos de los partidos o lo colonizan, como ha ocurrido, en términos más generales con la captura del Estado por la econocracia financiera, contando con el caballo de Troya de los bancos centrales. Probablemente este entrismo tecnocrático no es ajeno a otro elemento perturbador para la imagen pública de los políticos: las puertas giratorias.
Por otro lado, es importante señalar el impacto inconsciente libidinal de la lógica neoliberal que afecta no a la cúspide sino a la base de la pirámide social: la sacralización del consumismo, precisamente ese obstáculo invisible que hace inviable la movilización de la indignación porque rompe el esquema del 1 contra el 99 % y explica también en parte las resistencias en relación con el cambio climático.[5]
Al estudio de los cambios ocurridos en los partidos políticos ha dedicado buena parte de su obra un politólogo ya desaparecido, Peter Mair, y merecedor de atención. Para este sociólogo esas transformaciones son un factor principal de lo que llama «el vaciamiento de la democracia».[6] A comienzos de siglo se refirió a la estrategia populista de los políticos antipolíticos, una tendencia que se ha acentuado tras su muerte hasta culminar en la paradoja de que la omnipresencia del populismo coincide con el auge de una idea de democracia carente de su componente popular, una democracia sin demos. (La etimología no es inocua: demos remite a una ciudadanía indiferenciada, populus a la raíz griega polys que denota cantidad, muchos). Este vaciamiento de la soberanía, que está en el origen de la desafección ciudadana, se acentuó en los años 90 según Mair por la nueva retórica antipolítica de los políticos; es el caso de Tony Blair que no veía su papel como el de un político y resumía la función del gobierno en juntar los «mercados dinámicos» y las comunidades fuertes para ofrecer «sinergias y oportunidades». Se imponía un estado mínimo y una democracia minimalista,[7] miniarquista, como escribe Guillermo del Valle en La izquierda traicionada,[8] con un corolario de alcance: se dejaba a los expertos la responsabilidad de las decisiones estratégicas ─por ejemplo, el diseño de políticas económicas─ y tácticas ─entre ellas, la organización de campañas─.
En consonancia con este cambio los partidos priorizaron su labor de organismos de gobierno sobre el de representación. Con ello, «se ha producido una degradación del papel del partido sobre el terreno y un cambio en el centro de gravedad de su organización hacia aquellos elementos que atienden sus necesidades en el gobierno y el parlamento», han subordinado así las funciones de representación –integrar y movilizar a la ciudadanía, articular intereses para convertirlos en políticas públicas– a las funciones de procedimiento y manutención, alejándose del marco de acción de una democracia popular. Con ello el proceso de vaciamiento se refuerza por ambos extremos: los ciudadanos pasan de ser participantes a espectadores y las élites políticas, que hospedan a buena parte de los dirigentes de los partidos, se aseguran un espacio para perseguir sus intereses particulares (Mair, 2013, pp. 95-98). De este modo, los partidos se alejan de sus respectivos públicos y se acercan entre sí propiciando la formación de coaliciones promiscuas más explicables por los intereses de gobierno que por las afinidades ideológicas, lo que explicaría la situación de extraños compañeros de cama. Sobran los ejemplos. En definitiva, los partidos han perdido centralidad en los procesos de representación, agregación e intermediación de intereses, de modo que la articulación de las demandas populares ocurre cada vez más fuera del espacio de los partidos (Mair, 2013, p. 93), o bien, y esto es lo que explica las tendencias de voto apuntadas, en aquellas formaciones que presentan un perfil más antisistema. Lo ha formulado lapidariamente John Ganz para el ascenso de Trump: la debilidad del establishment político contrasta con la vitalidad de una sociedad civil que busca un medio de expresión y «esa expresión es patológica. Lo que pide es un dictador. Porque el sistema de partidos es incapaz de responder a sus demandas».[9]
Esta relación entre las dinámicas cartelistas ─el término es de Mair─ de los partidos y la esclerosis de la democracia ha sido señalada por otros analistas. Nadia Urbinati insiste sobre la desresponsabilización de los partidos y la dejación por los electos de sus funciones clásicas que resulta en una democracia minimalista subalterna a una economía neoliberal, que ha configurado no solo una economía sino una sociedad de mercado. A esta dejación de la cosa pública se suma el desentendimiento de los opulentos de sus obligaciones para con la sociedad en el sentido propugnado por Milton Friedman cuando indicaba que la única obligación corporativa de las empresas es crear beneficios para los accionistas. La secesión de los ricos de los intereses comunes.
En ese sentimiento de pérdida y vulnerabilidad por el vaciamiento del Estado social, de anemia democrática, pescan las retóricas hipercalóricas del extremismo populista, no sólo en el flanco derecho del espectro, aunque mucho más en él. Como explica el sociólogo y director de investigación sobre extremismo de derecha de la Escuela Superior de Düsseldorf, Fabian Virchow, para dar cuenta del apoyo a Alternativa para Alemania (AfD): «El descontento de los votantes de la AfD es el resultado de años de frustración, resignación y pérdida de confianza en los partidos democráticos. Esto solo puede cambiar a medio plazo si los políticos escuchan a la gente sin ser oportunistas. Sabemos, por ejemplo, que allí donde hay inseguridad económica, la gente es más proclive a AfD. Así que necesitamos una verdadera política social: los partidos políticos deben encontrar soluciones a la insatisfacción que lleva a la gente a votar a este partido».[10]
Un contingente no despreciable de votos populares nutre las despensas nacionalpopulistas. Precisamente lo que hace el populismo es eliminar una trama de mediaciones instrumentales de la democracia representativa. El populismo exige identificación, a menudo expresada como adhesión incondicional al líder, mientras que la tradición representativa descansa en la distancia que separa a representantes y representados. En este contexto, los partidos «dejan de ser máquinas de educación política, conocimiento y mediación, para pasar a ser máquinas electorales», en palabras de Nadia Urbinati.[11] Una democracia sana necesita instituciones mediadoras sólidas: partidos, sindicatos, medios y asociaciones sociales que insuflen solidaridad y den sustancia a la política, y a las gentes, el sentimiento de ciudadanos activos. Pero para incorporar esa sustancia es preciso recuperar una agencia política fuerte de modo que la democracia sea lo que sus principios fundacionales definen, y esto es una indicación a tener en cuenta para la configuración de nuevas formaciones políticas o la rehechura de las viejas.
2. Hechos diferenciales en el sistema de partidos en España
El esquema trifásico de Mudge (socialismo, economicismo, neoliberalismo) se antoja incompleto porque no recoge una cuarta metamorfosis del socialismo, la psicopolítica, representada por los nacionalismos y las políticas de identidad. Significativamente, en el índice analítico de su libro, un volumen de más de 500 pp., no aparecen términos como nacionalismo, identidad o woke. El tratamiento conjunto de nacionalismo e izquierda no ha destacado por su atractivo editorial. Este ha interesado a los estudiosos cuando la izquierda ha asumido el marco identitario de las guerras culturales. En ese sentido, es un buen complemento al libro de Mudge la monografía de Susan Neiman, Left is no woke,[12] que se suma a los estudios de Mark Lilla, Alan Sokal y unos pocos más.
El escaso interés en esta modulación identitaria de las izquierdas se multiplica en el caso español, donde nacionalismo sigue denotando básicamente el franquismo nacionalcatólico mientras que los nacionalismos subestatales, cuando han sido objeto de estudio, lo han sido mayoritariamente desde una posición partidista y en ocasiones como encargo de las instituciones representativas de esos nacionalismos; de manera que en la opinión pública foránea ha pasado desapercibido el componente entre fascista –nacionalismo vasco radical– e iliberal –el procés catalán– de los nacionalismos subestatales. Por ejemplo, el justamente reconocido historiador del nazismo Ian Kershaw ve la «alargada sombra» de Franco en la «agresiva reacción del gobierno conservador español» al independentismo catalán.[13] Otro ejemplo viene dado por las declaraciones de Francis Daspe –animador de La France Insoumise (LFI) y candidato de Nouvelle Union Populaire Écologique et Sociale (NUPES) en los Pirineos Orientales–, en las que asegura que «una gran parte de los separatistas catalanes son claramente progresistas», por eso «hemos denunciado las desviaciones democráticas con motivo de la represión del movimiento político en Cataluña».[14] En conclusión, la literatura sobre esta extraña pareja es relativamente escasa y frecuentemente sesgada.
España ofrece la particularidad de que su sistema de partidos se articula además de en la dimensión ideológica derecha-izquierda, en una dimensión territorial identitaria centro-periferia. En teoría esto ofrecería cuatro perfiles posibles en una tabla de doble entrada. En la práctica no ocurre así en el caso de los subnacionalismos poderosos, el catalán y el vasco, porque ambos son asimilados al tramo progresista de la primera dimensión. Esto ocasiona una colusión o alianza entre partidos nacionales de izquierda y partidos nacionalistas sin adjetivos.
Hay una particularidad adicional de estos subnacionalismos que es generalmente obviada cuando son objeto de estudio de casos: aunque tanto el nacionalismo catalán como el vasco están repartidos territorialmente en dos Estados, la atención se centra particularmente en el lado español y las reivindicaciones más visibles tienen lugar precisamente allí donde existe un mayor reconocimiento y mayor nivel de soberanía material y de las instituciones expresivas de la identidad nacional. Tanto que en estos territorios es difícil encontrar elementos indicadores de la presencia del Estado y en el caso de Cataluña se observa además un rechazo de España y de lo español, incluida la lengua, que oscila entre la xenofobia y el racismo y que paradójicamente a menudo viene expresado en el marco del lenguaje de- o poscolonial.
En todo caso es impensable en España un partido de izquierda que imitara al que capitanea Mélenchon introduciendo el nombre de España en su denominación. Menos aún que, un líder de izquierda radical como él, afirmara: «Amo a España y a su historia». Paradójicamente, las izquierdas radicales foráneas aceptan el mapa español y defienden los nacionalismos periféricos. En el caso de Francia muestran un claro doble rasero según el lado de los Pirineos de que se trate. Este aspecto entronca con la característica señalada que permite hablar de los nacionalismos ricos españoles como nacionalismos demediados o heminacionalismos: su propuesta reivindicativa opera solo en una parte del espacio de referencia que dibuja la unidad orgánica. [15]
Y si esto es una anomalía desde el punto de vista de la cosmovisión psicopolítica del nacionalismo, se ve acompañada de otra que remite al espectro ideológico: son territorios ricos que exhiben los mismos rasgos insolidarios que ocurre en el plano vertical de la desigualdad con la lista de las mayores fortunas. Dentro de la escasa atención a este aspecto, el egoísmo elitista de estos territorios ha sido señalado por autores como Thomas Piketty, Christophe Guilluy, Emmanuele dalle Mulle, François Dubet o Paul Collier. Un párrafo de este último sirve de sinopsis:
Todas estas secesiones aparentemente distintas tienen algo en común: son regiones ricas que intentan liberarse de sus obligaciones con el resto del país. […] Detrás de las poses discursivas sobre el derecho a la autodeterminación, estos movimientos políticos son otras manifestaciones del desmoronamiento del Estado socialdemócrata: resentimiento contra las obligaciones recíprocas construidas en torno a una vasta identidad compartida. Tanto ellos como el capitalismo merecen los epítetos de codicia y egoísmo. Que los hayan evitado es un tributo no a su propósito, sino a sus relaciones públicas. Necesitamos identidades compartidas más anchas, pero el nacionalismo no es el camino para crearlas. Al revés, está siendo utilizado por populistas políticos para crear una base de apoyo mediante narrativas de odio a otras personas que viven en el mismo país. Toda la estrategia consiste en fomentar la cohesión dentro de una parte de la sociedad creando fisuras con otras partes de la sociedad. Las identidades opuestas resultantes son letales para la generosidad, la confianza y la cooperación.[16]
A partir de este análisis sociológico resulta difícil de entender el apoyo de sectores de la izquierda a los nacionalismos periféricos ricos, que a la insolidaridad añaden, acentuadas, las funciones patrimoniales que observó Mair y que se han manifestado en la utilización de las administraciones públicas de interés general como instrumento prioritario de sus objetivos políticos particulares. Esta inclinación filonacionalista, heredera de la nacionalización del antifranquismo en los últimos años de la transición, implica que cualquier nacionalismo periférico, por xenófobo y desigualitario que sea, goce de la vitola de progresista. Resume bien este punto Guillermo del Valle en La izquierda traicionada: «Resulta más difícil de entender esa izquierda que asume las barreras tribales. […] La privatización territorial, aquella en la que desemboca un Estado vaciado de competencias, resulta invisible para buena parte de nuestros ojos presuntamente progresistas» (p. 244).
Desde el punto de vista comparado es interesante el caso español por la experiencia de dos partidos recientes que alcanzaron cotas importantes de apoyo popular, a escala local uno y nacional otro, y que están caminando o hacia la desaparición –Ciudadanos– o hacia la irrelevancia –Podemos, varias veces escindido después de haber fagocitado a IU, triste sino de un legado de resistencia al franquismo que no pueden exhibir ni los partidos nacionalistas ni muchos de los voceros que hoy denuestan el ‘régimen del 78’, por el que dieron la vida los abogados de Atocha hace 47 años–. Ciudadanos, sufrió un escoramiento hacia la derecha y se acercó de forma palpable al viejo nacionalismo español y al fundamentalismo neoliberal, lo que ahuyentó a sus votantes. El segundo nos interesa más porque afecta al espacio de la izquierda. Podemos nació, con enorme fuerza, recogiendo los ecos de las movilizaciones del 15-M, consiguiendo que el imaginario popular identificara el nuevo partido como la decantación del abigarrado y multiforme movimiento. Sin embargo, desde el inicio la configuración de la nueva formación desmintió la reivindicación de una política democrática, horizontal e impugnadora de las prácticas de las élites denunciadas en la revuelta de las plazas. En vez de la proclamada penetración capilar en la sociedad, que encarnaría una organización vinculada a las capas populares, la concepción del núcleo dirigente se basó en una estructura de comunicación que privilegió desde el primer momento la televisión como medio fundamental de conexión con la ciudadanía. Término que, no solamente por haber sido apropiado por la formación de Albert Rivera, fue suplido por el de gente, contrapuesto a la casta dirigente, sino que en opinión de Andrés de Francisco y de Francisco Herreros: «Como categoría política, la ‘gente’ es una noción esencialmente antidemocrática, y solo puede encajar en un esquema de acción política donde el líder, el partido o el caudillo actúan en su nombre sobre la base de una interpretaciónde sus preferencias».[17]
Recordando lo señalado en el apartado anterior –«1. Transformaciones en los partidos: una mirada histórica»–, Podemos se estrenó organizativamente como una máquina electoral; en lo que ha devenido a la vista está. El partido, heredero de una movilización encomiable contra los efectos del austericidio, compuso su discurso explícito con los ingredientes de la razón populista teorizada por Laclau y Mouffe, junto con la asunción dogmática de la bondad de los nacionalismos periféricos ricos y el excipiente retórico emotivista de la reactividad. El factor común entre populistas y nacionalistas es la lógica adversarial o antinomial teorizada por Carl Schmitt: el enemigo de mi enemigo es mi amigo; luego hay que abrazar a Puigdemont o a Otegi, mientras se sataniza a Díaz Ayuso o Núñez Feijóo; o viceversa según la ubicación del hablante. Ambos forman parte de lo que se denominan paradigmas disociativos y responden a esa clase de posiciones que, en palabras del humanista renacentista Luis Vives «No pueden vivir sin enemigos».[18]
Dado el papel de ideólogo para este sector de la izquierda, conviene dedicar unas líneas a Laclau. Comienza su escrito inaugural Emancipación con una frase perentoria en la que declara muerta «la noción clásica de emancipación»,[19] porque es incompatible con la otredad requerida por el acto fundante de la emancipación. Sostenía que los nuevos discursos de liberación debían descansar en fundamentaciones completamente contingentes, un elemento en sintonía con la sensibilidad posmoderna. Laclau no era consciente de que esta posición dejaba el espacio disponible para discursos rivales, que son los que acabarían cristalizando en el giro autoritario. La dialéctica del resentimiento[20] sustituyó a la dialéctica de la emancipación. Así, Trump es para muchos americanos, entre ellos quienes asaltaron el Capitolio en 2021, el verdadero y legítimo representante del ‘pueblo’, frente a las élites, el ‘estado profundo’ y las oligarquías cosmopolitas. La retórica populista se empeña en convencer a una mayoría imaginaria de que la democracia constitucional sostiene una tiranía de las minorías.
El suyo es un buen ejemplo de la tesis de Blühdorn[21] de que los sociólogos críticos representantes de los movimientos emancipatorios no han logrado suplementar su lógica de la liberación con una lógica equivalente de limitación y contención. De ahí que, a la postre, los conceptos de emancipación, autonomía, crítica de las élites, pensamiento crítico y arraigo popular hayan sido capturados por actores políticos cuyos objetivos y propuestas se encuentran en los antípodas de las promovidas por los titulares anteriores del proyecto emancipatorio. El sindicato de Vox se llama Solidaridad y la denominación completa es Sindicato para la Defensa de la Solidaridad de los Trabajadores de España (SPDSTE). La inspiración schmittiana de Laclau, que comparte con Alain de Benoist, padre de la Nueva Derecha, da cuenta de estas confluencias, las conversiones y los extraños compañeros de cama. Es significativo al respecto que desde sectores izquierdistas imiten los procesos inquisitoriales e irracionalistas de la reacción clásica, como la censura o la cancelación, que suponen un menoscabo de la libertad de expresión.[22]
Como se ha señalado, es difícil sostener la compatibilidad entre izquierda y políticas identitarias en general y entre izquierda y nacionalismo en particular. Félix Ovejero ha dedicado argumentos sólidos al asunto para lo que concierte al caso español y, si se quiere ampliar el foco, autores izquierdistas como Eric Hobsbawm o Tony Judt han escrito solventemente sobre ello. Harían falta muchas páginas para recoger las posiciones que muestran que nacionalismo e izquierda pertenecen a espacios conceptuales antagónicos, fuera del contexto particular de las guerras de liberación colonial. Máxime si tenemos en cuenta los componentes supremacistas y xenófobos de unas concepciones que tacharon de ‘maketos’, ‘cacereños’, ‘murcianos’ o ‘charnegos’ a los trabajadores procedentes de otros lugares de España o que dibujan a los castellanohablantes como torpes o malos de película, como en Polònia de TV3.
En diciembre de 2023, a resultas de ciertas posiciones en relación con los acontecimientos que han ensangrentado Oriente Próximo desde octubre, se creó un grupo de discusión llamado Left Renewal[23] que se propone discutir los elementos nucleares de un programa de izquierdas. En el documento base para la discusión, titulado «Para una izquierda democrática e internacionalista», se pueden leer en el apartado «Un enfoque crítico del nacionalismo» unas consideraciones atinadas:
Las naciones son construcciones sociales que funcionan en parte para enmascarar las explotaciones y las opresiones en su seno, como las que están ligadas a la clase social, al género, a la raza o a otra cuestión, en nombre de un ‘interés nacional’ uniforme. Nuestro objetivo a largo término es una asociación libre de todos los seres humanos, es decir, un mundo sin naciones, en el cual las distinciones étnicas llegan a ser secundarias.
[…] La gente de izquierdas debe alzarse contra la opresión de pueblos, ligada a su nacionalidad. Pero debemos también reconocer que todos los nacionalismos –incluidos los de los grupos oprimidos actualmente– son, por lo menos en potencia, vectores de exclusión y de opresión. Apoyar el derecho de defenderse de un pueblo determinado o de conquistar la autodeterminación no significa, sin embargo, adoptar su nacionalismo por procuración. Una izquierda internacionalista no debe izar una bandera nacional ni sostener un Estado o un movimiento nacional sin crítica. […] El objetivo de Hamás, de reemplazar la dominación nacionalista judía por otra nacionalista islamista –un Estado teocrático del cual los ‘usurpadores’ judíos serían expulsados–, es reaccionario. El hecho de que sea altamente improbable que logren su fin no vuelve su meta objetivamente más soportable desde el punto de vista de una ambición política democrática internacionalista.
Que en las condiciones actuales deban actuar en otros marcos, no implica perder de vista el horizonte internacionalista, su aspiración a un laicismo identitario. Mientras tanto, la opción menos mala es la de preferir las unidades superiores de afiliación a las fragmentarias o fragmentadoras, el imperativo abarcador a la lógica tribal.[24] La prioridad de la unidad superior, es la que señaló Montesquieu: «Si conociera algo beneficioso para mí y perjudicial para mi familia, lo rechazaría. Si conociera algo bueno para mi familia y no para mi país, lo olvidaría. Si supiera de algo beneficioso para Europa y perjudicial para la humanidad, lo consideraría un delito».[25] Pero la idea está ya, con el énfasis en la condición de clase, en El manifiesto comunista: «la acción común del proletariado […] es una de las condiciones de su emancipación»; de modo que solo provisionalmente hay que aceptar el marco nacional, que es una cuestión de forma, mientras es el internacionalismo lo que informa el contenido.
La lógica de la psicopolítica prefiere el camino contrario, el de la balcanización o micronización, muy sensible a la tentación del victimismo. Este recorrido se agrava con el recurso ya citado al esquema binario. El resultado es el maniqueísmo de izquierda o campismo, que es la contribución de este campo ideológico al fenómeno extendido de la polarización de que se ocupa el apartado siguiente.
3. Polarización y espacio público habitable
Desde luego no todos los males sociales son imputables a la izquierda, fenómenos como el de la desigualdad responden a un conjunto de procesos en los que han jugado un papel determinante otros actores –como se verá en el apartado «4. La vigencia de un proyecto democrático y social»–.
La Fundación del Español Urgente (FundéuRAE), promovida por la Real Academia Española y la Agencia EFE, escogió polarización como su palabra del año 2023. Desde luego el fenómeno de la polarización no es específico ─ni menos endémico─ del escenario español y ha sido objeto de estudio en diversos contextos durante los últimos años. Para empezar, algunos estudios observan que en parte la polarización está sobredimensionada porque tendemos a exagerar la distancia entre el endogrupo y el exogrupo.[26] Con todo, los datos a partir de encuestas muestran que España ha llegado a un alto grado de polarización afectiva y –cuestión importante– que su aumento coincide con el incremento de la desigualdad.[27] Para Luis Miller, científico titular del CSIC y director del Instituto de Políticas y Bienes Públicos, «España se encuentra entre los países donde se da una mayor polarización afectiva del mundo»[28] y este incremento de la percepción antinomial entre partidos ha aumentado considerablemente en este siglo.[29] Este experto señala un aspecto de interés en relación con el tema de la psicopolítica tratado en el apartado «2. Hechos diferenciales en el sistema de partidos en España»: las identidades –territoriales o partidistas– polarizan más que las políticas públicas, mientras que tienen un escaso impacto en el bienestar colectivo.
La polarización es el resultado de dos procesos paralelos que confluyen en lo señalado en el apartado «1. Transformaciones en los partidos: una mirada histórica»: la extremización del centro y la radicalización de los extremos. Frente a la tendencia observable en muchos procesos resumida en el fenómeno de regresión a la media, la polarización opera en sentido contrario, concentrando valores en los extremos. El fenómeno es concomitante con la deriva observada en el espacio público como consecuencia de los impulsos anti- y posdemocráticos que los estudiosos caracterizan como la nueva normalidad discursiva.[30]
No es de extrañar que en estas mutaciones tengan un papel dominante los partidos del espectro de la derecha, más cuanto más extrema, porque las identidades en tanto fuerzas polarizadoras, sintonizan mejor con la sensibilidad tradicionalista, supremacista nativista y organicista –‘radicarse’ tiene la misma etimología que ‘radical’, remite a las raíces, al suelo y al origen–. Pero es esta cualidad la que capitalizan los amos de las nuevas tecnologías para multiplicar su clientela. Los algoritmos explotan los temas identitarios porque saben que son maximizadores de atención; así contribuyen a exacerbar la polarización en cuanto que esta se parcela por el efecto de las cámaras de eco de las redes.[31]
Detrás de la polarización acecha un impulso censor, inquisidor. Cuenta César Coca[32] que un diario digital que presume de progresista sometió a consulta entre sus suscriptores si mantenía a un colaborador cuyas opiniones no coincidían con su línea editorial. La respuesta fue rotunda: no. Dos periodistas de la cadena de TV unipersonal de un líder político han sido apartados por haber criticado precisamente la falta de diversidad en las opiniones de la cadena. La mano censora ha llegado hasta uno de los fundadores de Podemos.
El extremismo no perdona a los medios escritos, donde los fichajes cruzados o los despidos de firmas prestigiosas son jaleados como los hooligans o con los tonos de los comentaristas deportivos que parecen exhalar el último suspiro en cada gol cantado… Uno recuerda la reflexión desconsolada del humanista Luis Vives: como los teólogos de entonces, los políticos de hoy debaten entre sí sobre los temas más serios «con espíritu de gladiadores». Es triste pensar que, en general, las víctimas de la violencia han sido enroladas en esta pugna, las del franquismo por unos –que no se sienten concernidos por las víctimas de ETA–, las del terrorismo por otros –que no se sienten aludidos por el baldón de las fosas comunes–.
La polarización es la expresión topológica de la extremización: necesita de la hipérbole, la eliminación de matices, el calentamiento del debate hasta el punto de que, como sostiene Bernd Stegemann,[33] el emisor y la temperatura del debate importen más que el tema, y que la competencia medida en likes se cifre en la contundencia de los zascas, el octanaje de los rebuznos o el potencial de fuego de la retórica faltona. El uso de términos de alta connotación (traidor, fachosfera, botifler, fronteras, inseguridad, cobarde, invasión, comunista, españolista, remigración, choque de civilizaciones, gran reemplazo…) alimenta una espiral emocional extremista, tóxica para la esfera pública.
Los ingenieros del caos y los expertos en relaciones públicas actúan como empresarios de polarización explotando los «puntos gatillo o puntos de ignición» (trigger points) que a la vez capturan la atención y desencadenan respuestas más potentes generando una espiral o escalada emocional. (Obsérvese incidentalmente el porcentaje de páginas y horas de programa dedicados comparativamente a temas vinculados con los nacionalismos vasco y catalán). La misma semana –la última de enero de 2024– que se supo que la economía española había experimentado un notable crecimiento, por encima de las europeas, y el empleo alcanzaba cifras récord, el tema principal era la amnistía y en especial qué haría Junts, es decir Puigdemont, a la hora de votar. El contagio emocional, el pensamiento grupal, la función autoritaria del liderazgo populista y la inhibición motivada de la participación dan cuenta, a la vez, del aumento de la polarización y de la falsa percepción señalada. La cultura de la cancelación es una expresión de este estado de cosas y se ha expresado, como la querencia irracionalista, por igual en ambos extremos del espectro ideológico. Los conflictos ─el término no es ajustado─ en Ucrania y Oriente Próximo han provocado no tanto un debate de ideas cuanto un pretexto para posicionarse y marcar paquete, es decir, para agudizar la polarización en los términos de las guerras culturales.
Para el ámbito de la izquierda, la polarización en el espacio geopolítico recibe en inglés la denominación de campismo, consistente en situarse del lado de un campo ideológico con independencia de su contenido igualitario o internacionalista. En el documento de Left Renewal[34] –anteriormente citado– podemos leer:
Enfrentada a este momento, una izquierda radical que durante años ha predicado la opinión de que todo lo que perjudique al imperialismo hegemónico –el de EE UU– y a sus aliados debe ser necesariamente progresista es muy probable que derive en apoyo de esas alternativas reaccionarias. Este ‘antiimperialismo’ campista es ciego al hecho de que al apoyar el ‘eje de resistencia’ no se opone al imperialismo, sino que se pone del lado de un polo imperial rival en un mundo ‘multipolar’.
La lógica binaria desemboca en estas aporías, que añaden al coste de la ceguera selectiva el de la animosidad frente a los que no la padecen. Funciona aquí el pensamiento grupal típico de las uniones sagradas, la condena de los traidores y la complicidad con los criminales si están en el campo bueno, el de los enemigos de nuestros enemigos. Eso lleva al marxista Malick Doucouré a preguntarse, a propósito de la guerra de Ucrania, por qué «algunos socialistas occidentales y antiimperialistas confesos proclaman que estados capitalistas burgueses como Rusia están combatiendo por el gran campo del socialismo.[35]
El campismo es una expresión particular de la mentalidad binaria y antinomial. Según Michael Bérubé,[36] la izquierda maniquea ve la política como una lucha fundamental entre el bien y el mal, donde Estados Unidos es el mal y todo lo que le perjudica es el bien. Así estarán del lado del bien criminales como Slobodan Milosevic, Mahmud Ahmadineyad, Bashar al Asad o Vladimir Putin. Va en el lote que esta posición está convencida de tener la verdad de su parte, la exclusiva de la verdad.
Este cóctel de rasgos es disfuncional para el conjunto de la sociedad pero, a menudo, es también un ejercicio suicida para la propia izquierda. El campismo, como las lógicas identitarias, muestran una tendencia a la recursividad, a establecer dicotomías cada vez más reducidas según el principio divide y destruirás –y te destruirás–. Parece que es el camino del fundador de Podemos en su condición de director plenipotenciario de un canal de televisión.[37]
Este esquema se reconoce en una parte de la izquierda española cuando canoniza cuanto va contra el nacionalismo español, España, Madrid o cualquiera de las denominaciones al uso en general situadas en los aledaños del franquismo. Así se pueden apoyar tesis insolidarias como el federalismo asimétrico y el confederalismo, el secesionismo opulento presentado como víctima del colonialismo, la percepción de la España pobre como un lastre o ‘el derecho a decidir’; incluso el Concierto económico vasco a pesar de sus ribetes preliberales. Pero como escriben César Colino y Angustias Hurtado:
En una situación de lealtad poco clara al Estado común como la actual, cualquier concesión asimétrica sólo será, para algunos soberanistas, y así se verá por muchos no soberanistas, una nueva plataforma desde la que articular nuevas reivindicaciones. Para otras CC AA leales al Estado y con reivindicaciones válidas de un trato similar, sólo significará una fuente de quejas y conflictos intergubernamentales. [38]
Para hacer un balance de los aspectos tratados, tendríamos un esquema tridimensional en que ubicar a las formaciones políticas: la dimensión original derecha-izquierda; la dimensión identitaria específica española; y la dimensión modal-emocional moderación-extremismo. De modo que una izquierda democrática no puede desentenderse de las otras dos dimensiones y debe preferir el internacionalismo tendencial al nacionalismo y las posiciones no excluyentes al sectarismo y la política de las emociones. Para Fernando Vallespín: «Los dos elementos más corrosivos para las democracias son las políticas identitarias y el sectarismo partidista». Pero eso no obsta para que, en virtud del impacto en la vida colectiva de la vulgata neoliberal resulte conveniente defender la vigencia de la dimensión izquierda-derecha y los referentes normativos de la izquierda: la igualdad y la solidaridad.
Si hay algo específico en las coordenadas ibéricas desde la Transición ello ha venido a engastarse en la nueva ola asociada al posmodernismo. Como escribe la politóloga Eszter Kováts:[39]
Probablemente uno de los rasgos más alienantes de la izquierda posmoderna, para los que no pertenecen a ella, es la fijación en las identidades relacionadas con la opresión, cuestionando, sobre la base de tal identificación, si se debe escuchar a alguien en lugar de comprometerse con lo que ha dicho o escrito. Mucho más allá de las subculturas activistas, esto impregna los partidos políticos progresistas, el mundo académico, los medios de comunicación y el ámbito cultural occidental en general.
4. La vigencia de un proyecto democrático y social
El mismo año de la caída del Muro se publicaba el artículo de Francis Fukuyama que haría época y daría lugar a un libro del mismo título, El fin de la Historia.[40] Esa etiqueta señalaba el triunfo universal de la democracia liberal y, por tanto, la irrelevancia del pluralismo ideológico puesto que no cabía pensar en una vía alternativa. La de Fukuyama es la versión optimista del ocaso de la polaridad ideológica. La pesimista es la del fascismo, que han estudiado, entre otros los historiadores Zeev Sternhell y Steven Forti.[41] En la sensibilidad de estos libros se expresa José Antonio Primo de Rivera al afirmar que «cuando España encuentre una empresa colectiva que supere todas esas diferencias, España volverá a ser grande como en sus mejores tiempos».[42] (Véase la actualidad del ‘volver a ser grande’).
Los empeños de homogeneización ideológica no terminaron con la II Guerra Mundial.[43] Si la convergencia de Ernesto Laclau y Alain de Benoist en las tesis schmittianas suponía el borrado pragmático de esa diferencia –y no está lejos de aquí toda la producción elaborada al hilo del tópico del ‘choque de civilizaciones’–, la impugnación de la divisoria sería más explícita tras la caída del Muro. Ya en los noventa la Tercera Vía declaró caduca la dualidad izquierda-derecha; para su impulsor, el sociólogo británico Anthony Giddens, la tarea del centroizquierda del siglo XXI era llevar la política en una dirección radical «más allá de derecha e izquierda».[44] Blair y Schröder presentarían a la Tercera Vía como un nuevo centro. Veinte años después encontraríamos múltiples versiones de esa misma invitación superadora. En la campaña de 2016 Emmanuel Macron recuperó el eslogan de los años treinta « Ni droite, ni gauche, Français ! », que había sido desempolvado por Samuel Maréchal, el padre de Marion Maréchal-Le Pen, en los noventa. En nuestros pagos, la superación ha sido invocada concomitantemente por representantes de Ciudadanos –«yo no veo ni rojos ni azules», decía Albert Rivera en 2018–, Podemos y el nacionalismo catalán –«Cuando Catalunya se divide dramáticamente entre derechas e izquierdas, las cosas van mal», le comentó a Enric Juliana uno de los hombres de confianza de Mas–.[45]
Frente a estas posiciones homogeneizadoras, Norberto Bobbio, que se proclama de izquierdas,[46] defiende la conveniencia de mantener la distinción conceptual izquierda/derecha, si bien admitiendo que hay pluralismo en ambos espectros. Observa Bobbio que el criterio diferenciador fundamental entre la derecha y la izquierda es «la diferente actitud que asumen los hombres que viven en sociedad frente al ideal de igualdad» (ibídem, p. 135). En otro lugar, siguiendo a Dino Cofrancesco, definiría a la izquierda la «liberación del hombre del poder injusto y opresivo», mientras que lo haría a la derecha «la defensa del pasado, de la tradición, de la herencia» (ibídem, p. 113). Pero Bobbio, en cuyo libro se espigan consideraciones que no han perdido vigencia, superpone a esta dimensión una segunda, para explicar tanto la transmigración topológica de ciertos autores ─las conversiones─ como la aproximación entre los extremos: la díada extremismo-moderación. Así se explica que ideologías opuestas encuentren puntos de convergencia en sus franjas extremas por encima de las diferencias de los programas; cita como ejemplo los casos de Ludovico Geymonat, del PCI, y del neofascista Stenio Solinas: «un extremista de izquierda y uno de derecha tienen en común la antidemocracia, [que] les une no por el lado que representan en su afiliación política sino únicamente en cuanto que en esa afiliación representan las alas extremas. Los extremos se tocan». Otros elementos compartidos son el anti-iluminismo irracionalista y una filosofía de la historia catastrófica, sea revolucionaria o contrarrevolucionaria (ibídem, pp. 73-84). Este aspecto entronca con la lógica adversarial mencionada antes.
Entre las motivaciones para impugnar la divisoria ideológica figura la descalificación de la izquierda por su vinculación con el socialismo. Es llamativo que de Trump a Meloni pasando por Díaz Ayuso se haya resucitado ese espantajo cuando los partidos comunistas han desaparecido o pasado a ocupar un lugar irrelevante. Obviamente esa asociación remite al espectro del Gulag, a la asociación del socialismo con el totalitarismo. Quienes establecen este vínculo olvidan generalmente las amistades peligrosas de la derecha con el fascismo y el nazismo, dos movimientos a la vez totalitarios y nacionalistas. Derecha e izquierda tienen la tarea pendiente de afrontar el legado histórico de sus querencias extremas; eso es particularmente pertinente para esa derecha que hoy puede verse seducida por las sirenas vociferantes a su diestra. El análisis de la «cuarta ola» de movimientos de extrema derecha[47] pone de manifiesto que la función de normalización de la extrema derecha que representó Franz von Pappen, lo está replicando hoy la derecha que en muchos países está contribuyendo a normalizar a la extrema derecha, asumiendo su lenguaje o conformando gobiernos con ella, como ocurre en algunas autonomías en España; si bien es verdad que la derecha alemana mantiene por el momento el cordón sanitario.[48]
Sin embargo, la posición de Bobbio favorable a mantener el binomio y por tanto la necesidad de la izquierda, tiene hoy, en la enésima crisis de la democracia, dos motivos adicionales, que remiten a los dos ejes de ubicación que contribuyen a su vaciamiento, el horizontal o identitario, en el que la derecha confluye con sectores de izquierda y el vertical o desigualitario en el que converge con las posiciones de la élite opulenta.
Desde el primer eje una posición de izquierda no puede acomodarse con ningún nacionalismo, porque este viene a establecer una línea de pertenencia que precondiciona la distribución de derechos. Se ha señalado más arriba a propósito de los nacionalismos subestatales. Pero la crítica es igualmente válida para el nacionalismo español que sustenta la definición de las personas en la identidad no en la ciudadanía, en la bandera y no en los derechos.
Permite entender bien el contraste esta observación del politólogo francés Sebastian Roché:
Cantar La Marsellesa delante de la bandera, seguir un curso de educación cívica […] no cambiará en nada el apego de la gente a la nación. El problema no es el relato nacional y su transmisión […] sino lo que viven los jóvenes ─especialmente la segregación y la desigualdad de oportunidades de éxito–. Los efectos sobre la cohesión nacional del funcionamiento discriminatorio de las administraciones son mucho más poderosos que los de la exposición a los símbolos de la fe.[49]
El artículo no gustó a los defensores de las esencias nacionales francesas. En España esas esencias vinieron a ser defendidas por un autor de tradición materialista, Gustavo Bueno, luego reconvertido, como tantos otros ─véase Naomi Wolf─, a la religión identitaria, que expuso en su libro España no es un mito,[50] y concretó en un acto en la Puerta del Sol en 2005: «Y digo la nación española, no el pueblo. El pueblo no puede disponer de la nación, el pueblo está sometido a la nación. El pueblo es el viviente, pero la nación contiene a nuestros muertos y a nuestros hijos». Los muertos son el legado de la sangre y el título de propiedad del suelo, la fórmula clásica. La nación no es un medio sino un fin. Las palabras del filósofo cautivaron a Santiago Abascal, presente en el acto y fueron el origen de DENAES (Defensa de la Nación Española).[51]
Es esta concepción de la nación la que inspiraba al ‘cuñadísimo’ Serrano Súñer en Valencia en 1941, en años de hambre: «No tenemos pan, pero tenemos Patria, que es algo que vale mucho más que toda otra cosa». Poco antes, el divulgador del concepto de hispanidad, Ramiro de Maeztu, había sostenido en El sentido reverencial del dinero la coexistencia entre capitalismo y catolicismo, este para él sinónimo de nacionalismo español, y propugnaba un régimen autoritario como vía propicia para emparejar a ambos; en algo hace pensar en la síntesis de los Chicago Boys y Pinochet o la doctrina actual de Javier Milei en Argentina, a quien el economista neoliberal Jesús Huerta de Soto considera un «verdadero líder de la libertad»,[52] mientras que otros le sitúan como profeta del «fascismo religioso de mercado».[53] El concepto de Marca España o start up nation, reúne ambos miembros y no es casual que sea Israel, un prototipo de la síntesis neoliberalidentitaria, quien hiciera popular la fórmula.
Lo que ofrecen esos demagogos con fanfarria patriótica es una utopía de saldo resumida en el mito de la edad de oro, la promesa de devolver a la nación su grandeza épica que sintetiza el eslogan MAGA (Make America Great Again) del trumpismo. Pero como aseguran los historiadores norteamericanos Kevin M. Kruse y Julian E. Zelizer: «Una historia que trata de exaltar los puntos fuertes de una nación sin examinar sus defectos, que valora el sentirse bien por encima de pensar consecuente, que abraza la celebración simplista por encima de la comprensión compleja, no es historia, es propaganda».[54]
Frente a ese esencialismo particularista, la izquierda debe atender a las prestaciones concretas y mirar con una lente amplia, en el horizonte señalado por Montesquieu y Kant, hacia la humanidad toda como sujeto último de referencia. La retórica del nacionalpopulismo es polarizadora, aspira a una interseccionalidad de los miedos que difracta hacia un chivo expiatorio («Roma nos roba», «Europa nos roba», «España nos roba»…), fundamentalmente la inmigración. De acuerdo con la dialéctica del resentimiento explota las angustias personales existenciales convirtiéndolas en colectivas, en patrimonio tribal negativo. La suya no es una membresía republicana o cívica, sino esencialista e identitaria y se materializa en un guerracivilismo discursivo. La connotación de una «policía patriótica» resuena en esta clave.
Es llamativo que los voceros ultras que ondean la igualdad contra los nacionalismos periféricos bendigan la desigualdad vertical que representan los paraísos o las exenciones fiscales. Algunos ejemplos para ilustrarlo: el número de empresas del Ibex en paraísos fiscales ha vuelto a subir hasta alcanzar la cifra de 744 según el estudio de Oxfam-Intermón;[55] en Europa hay 30 regímenes especiales diferentes; Madrid tiene bonificado el 99 % del impuesto sobre el patrimonio; y Rodrigo Rato, ex de tantos altos cargos entre otros exdirector del FMI que pontificara «Es el mercado, amigo», defraudó supuestamente a Hacienda más de ocho millones y medio de euros, por lo que Anticorrupción pide 70 años de cárcel para él.[56] Un nacionalismo extractivista o un extractivismo de bandera.
El nacionalismo de derecha defiende un capitalismo nacional no una democracia social. Precisamente la izquierda, enmendando la dirección de la Tercera Vía, se distancia de las afinidades electivas entre el neoliberalismo y la derecha. Esta complicidad viene a abonar implícitamente la normalización de la extrema derecha. El neoliberalismo es responsable de los rendimientos decrecientes o el vaciamiento de la sustancia democrática que se ha explorado más arriba y han subrayado analistas como Mair. El neoliberalismo debilita la democracia, la ultraderecha prepara el asalto a ella.
Hay numerosos elementos que apuntan en la dirección de una convergencia entre neoliberalismo y extremismo de derechas. Lo manifiestan figuras tan llamativas como Elon Musk (Tesla) o Peter Thiel (Pay Pal).[57] El neoliberalismo es una doctrina de la desigualdad, por eso ha contribuido al ascenso de la extrema derecha, tanto por las premisas doctrinales como por el impacto práctico en el socavamiento de la legitimidad de la democracia.[58]
Una concepción social tiene que desautorizar las proclamas líricas de esta categoría de patriotas, porque –en la línea de Sebastian Roché– asegura Pierre Rosanvallon: «Hacer una nación significa reflexionar sobre lo que tenemos en común, sobre una posible sociedad de iguales». Pero, añade, «sólo podemos construir una nación pensando en las dificultades que hemos tenido para construir una nación: la igualdad y la redistribución no son evidentes».[59]
Pero, contra lo que observó Tocqueville, el empuje hacia la igualdad dista de ser irresistible; exige combatir la inercia que se manifiesta en las múltiples declinaciones de la verticalidad y la desigualdad, de la jerarquía racial al darwinismo social. Son, grosso modo, las direcciones señaladas por el binomio izquierda-derecha. Esta reflexión ya vieja de Maurice Duverger sirve para rematar este apartado, redactado a la sombra de Norberto Bobbio, y enlazar con el siguiente:
Desde que los hombres reflexionan sobre la política, oscilan entre dos interpretaciones diametralmente opuestas. Para unos, la política es esencialmente lucha, un combate: el poder permite a los individuos y a los grupos que lo poseen asegurar su dominación sobre la sociedad y aprovecharse de ello; los otros grupos y los otros individuos se revuelven contra esta dominación y esta explotación e intentan resistirlas y destruirlas. Para los otros, la política es un esfuerzo para hacer reinar el orden y la justicia: el poder asegura el interés general y el bien común contra la presión de las reivindicaciones particulares. Para los primeros, la política sirve para mantener los privilegios de una minoría sobre la mayoría. Para los segundos, es un medio de realizar la integración, de todos los individuos en la comunidad y realizar así la Ciudad justa de que hablaba Aristóteles.[60]
5. Desigualdad, solidaridad, consumismo y ciudadanía
Si hay un indicador de las disfunciones y el socavamiento de la democracia es el de una desigualdad en aumento. Así ha sido establecido por un enfoque de larga duración que Peter Turchin llama ‘cliodinámica’ y que caracteriza como ‘inmiseración’ o incremento de la distancia entre las posiciones medias y superiores.[61] Turchin señala a las élites en la línea de las transformaciones apuntadas por Peter Mair, también con lo que observaba el economista español Antón Costa hace unos años: «Tengo para mí que las élites europeas no están captando la naturaleza e intensidad de los problemas sociales y económicos que están empujando el nuevo impulso populista europeo. […] Necesitamos con urgencia en Europa un nuevo contrato social que dé una respuesta positiva y democrática a las demandas sociales de empleo, mayor igualdad y más oportunidades».[62] Es decir, que contenga y revierta el desguace de la democracia.
Que en unas condiciones así, donde la lucha por la igualdad se impone como tratamiento democrático, la izquierda se encuentre tan desvalida es un síntoma de que sus líneas de actuación se han separado de las necesidades de las personas y alejado de la perspectiva de la emancipación. Bien es verdad que las transformaciones que han sufrido las sociedades, en particular las que dan cuenta de la pérdida de peso del trabajo en el sector secundario en gran medida debido a la externalización inducida por la globalización y la baja calidad de los empleos en los lugares de destino, tienen su cuota explicativa en este estado de cosas. Pero ello no impide atender a las propias responsabilidades si se quiere estar en condiciones de responder a las demandas que, en vista de los síntomas de debilitamiento de los sistemas políticos, tendría que acometer una izquierda solvente.
Entre esas tareas estaría la de elaborar un discurso comprensible sobre el impacto social de esta forma aguda del capitalismo que llamamos neoliberalismo. La tarea de poner de relieve las imposturas de una minoría de expertos que han acaparado la hegemonía de la explicación de los fenómenos económicos a pesar de los notables fracasos acumulados, como la crisis financiera de 2008 y la incapacidad de preverla. Precisamente, la orientación promercado de la Tercera Vía impidió percibir el alto impacto que tendría la desigualdad como parte de ese empeño establecido en el momento fundacional de la Comisión Trilateral de poner remedio a los ‘excesos’ de las demandas sociales. De aquellos vientos estos lodos: las reformas estructurales, el austericidio, la reducción del Estado social, la precarización del trabajo, la destrucción de los mecanismos del publicitado ascensor social en virtud del mérito y la autoexigencia.
Porque no hay que perder de vista que para el neoliberalismo la desigualdad es un activo, un elemento necesario para la eficiencia económica. Uno de los alegatos más explícitos en favor de la desigualdad es el que presentó Finis Welch en la prestigiosa Richart T. Ely Lecture en 1999, bajo el título «Defensa de la desigualdad». Justifica la elección del tema «porque creo que la desigualdad es un ‘bien’ económico que ha tenido una prensa demasiado negativa». Y saca las consecuencias de esa premisa en una pregunta retórica: «De modo que si estamos de acuerdo en que la desigualdad es buena en principio, ¿por qué debemos asumir como un artículo de fe que el aumento de la desigualdad es necesariamente malo?». Welch cita eufemísticamente como una de sus manifestaciones la «creciente dispersión salarial», que, en su perspectiva, es ventajosa porque multiplica las oportunidades para la especialización y la combinación de habilidades.[63]
Una parte de estas posiciones extravagantes obedecen a que el grueso de la corporación económica se ha alejado del corpus teórico de las ciencias sociales. Los sociólogos, de Durkheim a Bauman o Morin, pasando por economistas con amplitud de miras como Albert Hirschman, Amartya Sen, José Luis Sampedro o Thomas Piketty, han mostrado que la desigualdad desmedida produce un impacto social enorme y es un indicador más sensible que la pobreza.
Precisamente los efectos deletéreos de la desigualdad confieren su sentido a la virtud de la solidaridad, emparentada con la fraternidad. El evangelio desigualitario neoliberal defiende un individualismo extremo representado en el anarcoliberalismo, que limita el ámbito de interés y de acción al espacio de cada cual. La solidaridad, en cambio, gravita sobre el interés común y por eso defiende el compañerismo y la ayuda mutua.
No es solo una palabra bonita, como muestra el apoyo que están recibiendo ahora mismo los trabajadores de Tesla en Suecia. Precisamente el empeño de los profetas neoliberales fue acabar con la solidaridad para desplegar sus medidas de austeridad; imposibilitar la acción colectiva de los trabajadores. Como asegura Claes-Mikael Stâhl, a las libertades de mercancías, capital, servicios y trabajadores habría que añadir una quinta, la de la solidaridad transfronteriza porque es ella la que puede competir con un capital globalizado que prima aquellos espacios baratos en derechos laborales.[64] Esto conecta con otros aspectos definitorios de la izquierda, el internacionalismo. En el marco de una economía globalizada, la solidaridad engarza con la vocación internacionalista de la izquierda, una tendencia que caracteriza, hay que recordarlo, la inspiración universalista de las principales declaraciones de derechos.
Los argumentos contra la desigualdad, desde sus distintos flancos (ético, político, sociológico, económico, práctico…) han llenado volúmenes, sin embargo los datos sociológicos muestran que la desigualdad tiene un gran poder de seducción. François Dubet ha dedicado una obra a explicarlo, ¿Por qué preferimos la desigualdad? (aunque digamos lo contrario).[65] La tesis del sociólogo francés es que «la intensificación de las desigualdades procede de una crisis de las solidaridades entendidas como el apego a los lazos sociales que nos llevan a desear la igualdad de todos» (p. 11). Esa crisis de solidaridad coincide con un reflujo de los Estados de bienestar y la confianza en las instituciones para proveer igualdad, y con un repliegue y un «hartazgo fiscal que no es otra cosa que la negativa a pagar por quienes presuntamente no lo merecen. Las regiones ricas de algunos países, como Bélgica, Italia y España, optarían gustosas por la secesión. […] Mientras esto sucede, los partidos de izquierda permanecen desarmados…» (p. 13).
Diríase que algunos han contribuido al desarme porque hay una convergencia de hecho entre la lógica competitiva de la desigualdad del neoliberalismo y la lógica identitaria de la distinción del sector ideológico afecto al posmodernismo y las guerras culturales anexas. La explosión identitaria amplifica el dominio psicológico de la desigualdad, porque, continúa Dubet:
[…] siempre hay un dominio de nuestra experiencia social en el que podemos sentirnos desiguales respecto a los demás, sobre todo cuando nos comparamos con aquellos más cercanos a nosotros. Soy igual en cuanto asalariado, pero no en cuanto procedente de la inmigración; en cuanto poseedor de un título, pero no en cuanto mujer; en cuanto ejecutivo, pero no en cuanto trabajador estresado.
En ese caso, la conciencia de las desigualdades se individualiza, se acentúa y se aprecia con exactitud. Por paradójico que parezca, cuanto menos estructuradas están las desigualdades por clases sociales ‘objetivas’, más viva es la conciencia que de ellas se tiene y más se las vive como una amenaza subjetiva. Lo importante, por tanto, es diferenciarnos de los más desiguales y marcar nuestro rango y nuestra posición, porque siempre estamos bajo la amenaza de ser desiguales y ser ‘despreciados’ (p. 27).
No hay identidad sin diferencia y esa diferencia es un salario psicológico, un pago en especie para la autoestima. El gancho de la desigualdad exige la comparación ventajosa, una marcha por el camino fácil del narcisismo para lograr la distinción. Lo había escrito André Gorz cincuenta años atrás: «La diferenciación a través del consumo a menudo no es más que un medio de afirmar la jerarquía social. […] Estas formas distintivas de consumo ya ni siquiera proporcionan disfrute, poder o comodidad: simplemente demuestran el poder de acceder a cosas que no están al alcance de todos. La única función de estas cosas es defender la desigualdad social tangible».[66]
El lema del gigante chino Temu que amenaza la hegemonía de Amazon es: «Compra como un millonario»; por definición el club de los millonarios no debe ser masivo. Por este flanco psicológico se cuela el inconsciente liberal del consumo, porque, siguiendo con Dubet, que en esto replica una observación compartida, «la búsqueda de la distinción está en el centro de los dispositivos comerciales. Las empresas venden desigualdades que los consumidores compran con pasión» (Dubet, 2015, p. 28). El consumo actúa así como un anestésico social frente a la precarización y el empobrecimiento de las clases medias.
El malestar resultante de estos procesos de desguace encuentra dos aliviaderos, un consumo paliativo o aspiracional sostenido en el crédito en tiempos tranquilos y facilitado por la total disponibilidad que ofrece internet para comprar las 24 horas de los 7 días de la semana, y la externalización de la rabia sobre colectivos aún más desafortunados, que cumplen la función de chivos expiatorios, en tiempos tensos. La publicidad empuja a buscar la distinción mediante la conquista de una desigualdad simbólica positiva, un mecanismo de suma cero y fuertemente frustrante por dos razones:
- El consumo se convierte en una carrera interminable porque la adquisición de un bien nuevo arrastra un proceso de consumo en espiral; es lo que se llama el ‘efecto Diderot’. Este efecto se completa con la devaluación progresiva de lo adquirido y el anhelo de lo que aún no se posee. «No goza de lo que tiene por ansia de lo que espera», escribió Machado. Y más prolijamente el sociólogo francés Émile Durkheim –precisamente en su estudio sobre el suicidio anómico, algo que también nos acerca al presente–. Afirma Durkheim que «nuestra sensibilidad es un abismo sin fondo que nada puede colmar. Y si nada la contiene desde fuera, se convierte en una fuente de tormentos, pues esos deseos ilimitados son insaciables por definición y no por nada la insaciabilidad es considerada como un signo de morbilidad […]. Cuanto más se tiene más se querrá tener, porque las satisfacciones logradas no hacen más que estimular las necesidades en vez de saciarlas».[67]
- La otra razón no es psicológica sino sociológica, o sociobiológica: los ganadores son necesariamente escasos, se lo llevan todo –‘efecto Mateo’– y siempre les parece poco. Como escribe con sorna catalana el filósofo y novelista José Ferrater Mora: «[hay] algo que es bastante común en gentes muy adineradas, sea por herencia o por esfuerzo personal, y es que nunca tienen bastante».[68] En la divisoria neoliberalidentitaria entre triunfadores y perdedores, hay muchos más boletos para el espacio de los perdedores, lo cual debería ser suficientemente disuasorio para la carrera aspiracional de codazos si predominara la razón. Pero los nacionalpopulismos no se llevan bien con la racionalidad y aprovechan el desahucio social para colocar su mercancía utilizando el anzuelo consumista. Ha sido expresado con tino por Jean-Yves Pranchère:[69]
Lo nuevo es que la extrema derecha intenta movilizar el ethos consumista de la clase media. […] El éxito de la extrema derecha radica en que propone a los sujetos frustrados por el neoliberalismo que sigan siendo ‘consumidores soberanos’, beneficiándose de compensaciones nacionalistas en detrimento de las poblaciones minoritarias. El imaginario igualitario no se borra, sino que se reduce a una igualdad imaginaria de oportunidades. Pero la igualdad de oportunidades sigue siendo igualdad de competencia, lo que genera resentimiento.
No importa mientras funciona. Y funciona porque nos falla esa competencia elemental de saber leer los labios de nuestros salvadores. Que pueden calentarnos el ombligo con el derecho a terraza y cañas o a conducir «automóviles potentes cuyo desempeño los propietarios jamás podrán poner a prueba sin convertirse en delincuentes al volante» (Dubet, 2015, p. 28).
La expresión ‘consumidores soberanos’ tiene miga. Ilustra el trasvase ortogonal de la agencia –de la soberanía personal– desde el plano cívico al plano hedónico, aunque se trate de placeres a largo plazo caros y, sobre todo, frustrantes como señalaron Diderot y Durkheim.
Cabe preguntarse qué utilidad puede derivarse de esta observación sobre las preferencias humanas en una reflexión sobre las coordenadas de partidos que cifran su programa en la igualdad y la emancipación. La interrogante tiene una formulación más precisa para el campo que nos ocupa y que es la pregunta del millón que ya inquietó a los teóricos de las masas: ¿por qué siguen los seguidores? La respuesta no es fácil habida cuenta de que los humanos elegimos a veces aquello que nos hace daño, pese a nuestra autopercepción como seres racionales. Grandes catástrofes de la humanidad obedecen a esta opción por la servidumbre voluntaria. Una de las respuestas es que los demagogos exitosos dicen a la gente lo que quiere escuchar, porque desde luego es más barato escuchar elogios que críticas.
Recordemos de nuevo la concordancia de mensajes entre los líderes de la Liga italiana, los promotores del Brexit o del procés: «Roma nos roba», «Europa nos roba», «España nos roba». El resultado de esas promesas engañosas es el de la fábula del cuervo y el queso. Por eso Max Frisch sugería esta receta para no caer en las redes de los redentores: «Aprended a leer lo que escriben vuestros salvadores».[70]
En esa línea Orwell proponía, en un texto que debía servir de prólogo a Rebelión en la granja y que no pasó el filtro del editor, «decir a la gente lo que no quiere escuchar», y entendía que la libertad consiste en eso. No parece que sea esa la prioridad de los ingenieros de opinión que crean los marcos discursivos de los partidos. No parece, sin embargo, tampoco que un partido consistentemente de izquierdas pueda eludir esa parte de responsabilidad que consiste no solo en prometer al votante sino en exigir al ciudadano.
Porque la ciudadanía tiene la doble cara del derecho y del deber. En la primera está la facultad de ser atendido por las instituciones del Estado en aquellos ámbitos que son esenciales para su bienestar, como son los derechos de segunda generación; hay que recordarlo ahora cuando ya se han formulado los derechos de tercera y cuarta generación. En esta vertiente receptora de la ciudanía hay un factor fundamental, que es la cercanía de las instituciones a las personas. La dificultad de acceso, con esas condiciones a veces kafkianas, que rodean a las citas previas, con la imposibilidad de ser atendido presencialmente doblada por esas conversaciones telefónicas o imposibles, porque ni siquiera pueden entrar por sobrecarga, o desatentas, porque obligan a pasar por las horcas caudinas de un robot parlante. Es obvio que esta descualificación de los servicios públicos tiene mucho que ver con el ethos del neoliberalismo.
En la cara del deber, la ciudadanía significa también corresponsabilidad. Lo contrario de la evasión fiscal, en sus diferentes formas, por ejemplo; pero significa también colaborar en las tareas colectivas. La democracia no es un mecanismo que funcione inercialmente, sino el resultado de un plebiscito cotidiano. «Necesitamos un sentido de propiedad sobre el Estado» –dictó Peter Mair–, no solo del que beneficiarse: «vemos al Estado como algo que puedes ordeñar en tu propio beneficio, en lugar de algo que hay que sustentar y a lo que hay que contribuir».[71]
Y hay que sustentarlo porque el Estado es el soporte de la ley, el garante del suelo normativo que hace posible una vida digna, humana. Es conocida la frase de Henri de Lacordaire, de hace dos siglos: «Entre el fuerte y el débil, entre el rico y el pobre, entre el amo y el servidor, la libertad es lo que oprime y la ley lo que protege». Lo había expresado hace medio milenio Luis Vives (1999, p. 227): «Y así como las leyes ofrecen protección y seguridad a los buenos y terror a los malos […], la discordia […] proporciona pavor a los buenos e impunidad y seguridad a los malos». Cabría decir, que la importancia de las leyes y el respeto de las reglas, la sintaxis democrática, es vital en tiempos de polarización y crispación. Porque «cuanto más violentas son las pasiones, más necesarias son las leyes para contenerlas», apostilla Rousseau[72] ampliando el alcance del sabio refrán: «Si los molineros se pelean, ¡ay de la harina!». El asunto nos devuelve a la versión coja de la emancipación tratada en el apartado 2.
La posición política de una izquierda democrática tendría entonces, para concluir, que atender a tres ejes principales: 1/ el de la igualdad contra el neoliberalismo desregulador, porque como dejó escrito Durkheim (1897, p. 277) en la línea de la doctrina tradicional hasta que Hayek le dio la vuelta: «No es verdad que la actividad humana pueda independizarse de todos los frenos»; 2/ el del internacionalismo contra el nacionalismo populista y cultural neoconservador que circunscribe la solidaridad y el patriotismo al espacio ad intra de la categoría invocada (nación eterna, raza, sexo, tradición…), porque la izquierda tiene que trabajar por una solidaridad internacionalista que empieza por la construcción de una Europa política y social pero no se detiene en ella porque las desigualdades entre países son mayores que las que existen dentro de las sociedades opulentas; 3/ el cultivo de los valores ilustrados de la razón y la verdad, frente a la política de las emociones y el relativismo posmoderno que, cultivado y teorizado por cierta izquierda, ha servido de trampolín para las versiones extremas de la derecha que, como los jinetes del apocalipsis, acechan las murallas debilitadas de la polis.
Este espacio tridimensional complica la toma de decisiones y posibilita el que puedan coincidir extraños compañeros de viaje cuando se focaliza la política desde el lado de la antítesis.
Decía Jacques Delors, padre de la Unión Europea, que nadie se enamora de un mercado único. Los seres humanos necesitan alguna dosis de impulso utópico para alimentar las energías transformadoras. Escribe Dubet al final de su ensayo que la dificultad es que hoy «no hay un gran relato alternativo al de las solidaridades perdidas», de modo que «la construcción de una fraternidad es un trabajo social y político continuo». Una de las razones de la debilidad de la izquierda reside en que se ha dejado arrebatar el relato de lo valioso, la defensa de lo común, por el individualismo del éxito y el emprendedurismo predicado por el capitalismo desbocado. Por eso es necesario «que la vida política se haga cargo de esas dimensiones simbólicas e imaginarias», de manera que las prácticas encaminadas a reforzar los lazos de interdependencia –como las políticas de redistribución– permitan concebir como valiosa la tarea de crear espacios comunes que amparen el pluralismo y la diversidad, y la percepción de la felicidad privada como función del bienestar colectivo. Sin ello, nos enfrentamos al peor de los escenarios, «la alianza del conservadurismo cultural y el liberalismo económico como preparación para el retorno de unas desigualdades que creíamos desaparecidas para siempre». Como escribió Orwell en Homenaje a Cataluña en plena guerra civil, «lo que atrae a las personas ordinarias hacia el socialismo y les impulsa a arriesgar sus vidas por él, la ‘mística’ del socialismo, es la idea de igualdad». El socialismo ha perdido quilates en el aprecio público pero la igualdad, la solidaridad y la fraternidad han sido los impulsos que han permitido históricamente a la humanidad caminar hacia la luz.
La questione morale es el título de un libro que recoge la entrevista realizada por el director del diario italiano La Repubblica, Euganio Scalfari, al secretario general del PCI, Enrico Berlinguer, en julio de 1981.[73] La cuestión moral era prioritaria en una Italia sometida varias décadas al liderazgo de la DC; más allá de la alternativa política que la izquierda representaba, se trataba de difundir otros valores, otras maneras de actuar, otras prácticas que, al menos en teoría, deberían ser transversales a las afinidades políticas, para informar una política democrática y honesta. No es exagerado afirmar que hoy la cuestión moral, de otra manera y en otra coyuntura, es de nuevo esencial y casi previa a la formulación de otros contenidos más específicos. La necesaria confrontación con políticas realmente inaceptables y peligrosas, como las que representan hoy en España y en Europa las extremas derechas, no puede valerse de comportamientos deplorables, como la mentira sistemática, la falta de transparencia y rendición de cuentas a la ciudadanía, o la vulneración de principios como la separación de poderes o el respeto escrupuloso a los procedimientos democráticos. Pero la cuestión moral, como las demás, no puede remitirse exclusivamente a la actuación de los dirigentes; la exigencia de afiliados, votantes y ciudadanos, en general, a los dirigentes es fundamental para preservar valores irrenunciables. No siempre las antiguas formas de militancia fueron mejores, pero no se aprecia en la militancia actual de las organizaciones de izquierda esa ética de la solidaridad, la fraternidad, la ayuda mutua, la generosidad o el desprendimiento que fueron patrimonio durante décadas, con mayor énfasis aún en las condiciones duramente represivas de la dictadura franquista. La pérdida de esas formas de militancia enlaza con los análisis expuestos sobre la importancia del consumismo, que no solo introduce deseos y aspiraciones alejados de propuestas de transformación social, sino que también incide en las formas de ocio y disposición del tiempo libre. Las formas de interacción basadas en la cooperación y la apuesta por la transformación social, aún presentes en organizaciones humanitarias, se ha reducido considerablemente en el campo de la izquierda política, y han sido sustituidas en gran medida por prácticas vinculadas a distintas formas de consumo caracterizadas en el texto, que incluyen unas formas de sociabilidad arraigadas en la sociedad, y que son continuadas por las nuevas generaciones sin apenas cuestionamiento.
La separación entre dirigentes y la mayoría de la afiliación también se concreta en los procedimientos internos de las organizaciones. La emergencia de supuestas originales formas de acción política, junto a la incidencia de las nuevas tecnologías, ha extendido mecanismos que, pretendiendo representar modalidades directas de democracia y participación del conjunto de la afiliación, en realidad tienen como consecuencia la concentración del poder en pocas manos y la creciente distancia de los dirigentes, cuya gestión queda al margen del escrutinio, la crítica y la intervención de la militancia. Al igual que en otros ámbitos, el referéndum se invoca como mecanismo democrático depurado, cuando en realidad no deja de ser un mecanismo reductivo, primario y en definitiva carente de carácter democrático si no va precedido de procesos deliberativos sustanciales. La reducción de una problemática habitualmente compleja por una decisión binaria enlaza con la difusión de las redes sociales y la plasmación de las controversias en lemas, zascas y frases más o menos impactantes, siempre con la característica de la limitación de caracteres y, en consecuencia, de la profundidad y la riqueza de la controversia. El empobrecimiento del debate redunda en una acentuación del carácter adversarial; hay que seleccionar cuidadosamente los mensajes, y para ello la prioridad suele apuntar a la descalificación del enemigo principal. La reflexión y la crítica sobre las prácticas propias queda relegada para tiempos mejores…, que nunca llegan.
Desde hace años las malas noticias se centran en problemas como el cambio climático o la cada vez más insostenible capacidad del planeta para acoger las actividades que desplegamos una buena parte de los más de 8.000 millones de personas que lo habitamos. El discurso sobre la cuestión está ya muy extendido, pero no siempre –más bien casi nunca– se profundiza en las consecuencias que debería tener para las formas de producción y de vida de la mayoría de los habitantes del planeta, al menos en el mundo occidental. Si es la izquierda la que abandera la lucha contra las amenazas que asedian el planeta, también debería ser la izquierda quien conectara las señales de alarma con la invocación inaplazable a trasformar los hábitos de producción y consumo; no basta, aunque haya que hacerlo, con apuntar la responsabilidad de los gobiernos y las grandes corporaciones por sus prácticas depredadoras o, en el mejor de los casos, por su inacción. Se trata de implicar a la ciudadanía para que el necesario cambio en las formas de vida acompañe a la corresponsabilización en la herencia de las generaciones futuras.
Para terminar, la cláusula obligada de que estas reflexiones tienen carácter tentativo y están sujetas a error, sesgo y otras distorsiones. Es parte del espíritu democrático el dar alas al debate partiendo del postulado de la propia falibilidad. Y es parte del legado de la izquierda la defensa de la crítica.
Autores: Martín Alonso Zarza y Francisco Javier Merino Pacheco.
[1] Stephanie L. Mudge, Leftism reinvented. Western parties from socialism to neoliberalism, Cambridge, Massachusetts, Harvard University Press, 2018.
[2] Los partidos comunistas mantienen sustancialmente el lenguaje marxista hasta 1989, en que se produce la caída del Muro que acabará enterrándolos en el llamado primer mundo.
[3] Jesús Mota, La gran expropiación. Las privatizaciones y el nacimiento de una clase empresarial al servicio del PP, Madrid, Temas de Hoy, 1998.
[4] Ver al respecto el muy recomendable libro de Giuliano da Empoli, Los ingenieros del caos (Madrid, Oberón, 2020).
[5] Ver el apartado «5. Desigualdad, solidaridad, consumismo y ciudadanía».
[6] Peter Mair, Gobernando el vacío. La banalización de la democracia occidental, Madrid, Alianza, 2015.
[7] Nadia Urbinati, Pocos contra muchos. El conflicto político en el siglo XXI, Buenos Aires, Katz, 2023.
[8] Guillermo del Valle, La izquierda traicionada. Razones contra la resignación, Barcelona, Península, 2023.
[9] https://prospect.org/politics/2024-01-24-american-fascism-john-ganz/
[10] https://www.letemps.ch/monde/les-manifestations-contre-l-afd-en-allemagne-pourraient-avoir-un-impact-sur-certains-electeurs
[11] Mariano Schuster. «La rebelión de ‘los pocos’ contra ‘los muchos’. Entrevista a Nadia Urbinati», Nueva Sociedad, agosto, 2013 (https://nuso.org/articulo/pocos-contra-muchos-urbinati-izquierda-populismo-derecha/).
[12] Susan Neiman, Left is not woke, Cambridge, Reino Unido, Polity Press, 2023.
[13] Ian Kershaw, Personality and Power. Builders and destroyers of modern Europe, Londres, Penguin Press, 2022, p. 261.
[14] https://www.eltriangle.eu/es/2022/06/12/el-pueblo-no-es-un-problema-al-contrario-es-la-solucion/
[15] Ver al respecto, Martín Alonso, «Heminacionalismos españoles: la internacionalización como estrategia», El Viejo Topo, n.º 433, febrero 2024, pp. 28-33.
[16] Paul Collier, The future of capitalism: Facing the new anxieties,New York, Harper, 2018, p. 58.
[17] Andrés de Francisco y Francisco Herreros, Podemos, la izquierda y la ‘nueva política’, Barcelona, El Viejo Topo, 2022, p. 60.
[18] Juan Luis Vives, Obras políticas y pacifistas, Madrid, Ediciones Atlas, 1999, p. 138.
[19] Ernesto Laclau, Emancipation(s), Londres, Verso, 1996, p. 4.
[20] Sjoerd van Tuinen, The dialectic of ressentiment. Pedagogy of a concept, Londres, Routledge, 2024.
[21] Ingolfur Blühdorn, «Liberation and limitation: Emancipatory politics, socio-ecological transformation and the grammar of the autocratic-authoritarian turn», European Journal of Social Theory, vol. 25 (1), 2022, pp. 26-52.
[22] Greg Lukianoff y Rikki Schlott, The Canceling of the American Mind, Nueva York, Simon & Schuster, 2023 (https://www.nybooks.com/articles/2024/02/08/whos-canceling-whom-canceling-of-the-american-mind/).
[23] https://leftrenewal.net/spanish-version/
[24] https://www.nybooks.com/articles/2023/11/02/defying-tribalism-left-is-not-woke-neiman/
[25] Montesquieu, Cahiers 1716-1755, París, Grasset, 1941, p. 10.
[26] https://theconversation.com/y-si-no-estamos-tan-divididos-la-falsa-polarizacion-215616
[27] https://theconversation.com/veinticinco-anos-de-polarizacion-afectiva-en-espana-149237
[28] https://www.esade.edu/ecpol/es/publicaciones/esdeecpol-insight-polarizacion/)
[29] Pablo Simón, «The multiple Spanish elections of April and May 2019: The impact of territorial and left-right polarisation», South European Society and Politics, 2020, 25 (3-4), pp. 441-474.
[30] Michał Krzyżanowski et al., «Discourses and practices of the New Normal», Journal of language and politics, vol. 22, n.º 4, 2023, pp. 415-437.
[31] Michela del Vicario, Gianna Vivaldo, Alessandro Bessi et al., «Echo Chambers: Emotional Contagion and Group Polarization on Facebook», Scientific Reports, 6 (1), 2016.
[32] Newsletter de El Correo, 27/01/2024.
[33] Bernd Stegemann, Identitätspolitik, Berlín, Matthes & Seitz Verlag, 2023.
[34] https://leftrenewal.net/spanish-version/
[35] https://www.counterpunch.org/2023/02/28/campism-and-the-war-in-ukraine/
[36] Michael Bérubé, The left at war, Nueva York, New York University Press, 2009.
[37] https://www.lemonde.fr/idees/article/2023/10/11/melenchon-le-probleme-de-toute-la-gauche_6193
761_3232.html; https://www.theguardian.com/commentisfree/2023/oct/27/jean-luc-melenchon-fren
ch-left-israel-france
[38] César Colino y Angustias Hurtado, «¿Es la asimetría una panacea para mitigar el independentismo?», Idees, 13/08/2020 (https://revistaidees.cat/es/es-la-asimetria-una-panacea-para-mitigar-el-independen
tismo/).
[39] https://www.ips-journal.eu/topics/democracy-and-society/lets-rethink-identity-politics-7250/
[40] Francis Fukuyama, El fin de la Historia y el último hombre, Barcelona, Planeta, 1992.
[41] Zeev Sternhell, Ni droite ni gauche. Ideologie fasciste en France, París, Fayard, 2000; y Steven Forti, El peso de la nación. Nicola Bombacci, Paul Marion y Óscar Pérez Solís en la Europa de entreguerras, Santiago de Compostela, Universidad de Santiago de Compostela, 2014.
[42] Clausura del II Consejo Nacional de la Falange, celebrado en Madrid el 17 de noviembre de 1935.
[43] Christophe Le Digol, Gauche-droite : la fin d’un clivage ? Sociologie d’une révolution symbolique, Lormont, Le Bord de l’Eau, 2018.
[44] Anthony Giddens, Beyond left and right: The future of radical politics, Stanford, California, Stanford University Press, 1994.
[45] Enric Juliana, «La España de los pingüinos», La Vanguardia, 08/10/2017.
[46] Norberto Bobbio, Derecha e izquierda, Madrid, Taurus, 1995, p. 171.
[47] Cas Mudde, The Far Right Today, Cambridge, Polity, 2019.
[48] https://www.project-syndicate.org/onpoint/populism-far-right-relies-on-mainstream-conservative-eli
tes-by-jan-werner-mueller-2023-10
[49] https://www.lemonde.fr/idees/article/2024/01/11/service-national-universel-chanter-la-marseillaise-devant-le-drapeau-ou-mettre-un-uniforme-ne-modifient-en-rien-l-adhesion-a-la-nation_6210187_3232.html
[50] Gustavo Bueno, España no es un mito. Claves para una defensa razonada, Madrid, Temas de Hoy, 2005.
[51] https://www.lne.es/oviedo/2018/11/05/vox-partido-bebe-gustavo-bueno-18628919.html
[52] Francesco Manetto, «Javier Milei, recortes y policía», El País, 23/12/2023.
[53] https://legrandcontinent.eu/es/2023/08/21/el-nacimiento-del-fascismo-religioso-de-mercado-en-argentina/
[54] Kevin M. Kruse y Julian E. Zelizer, Myth America: Historians Take On the Biggest Legends and Lies About Our Past, Nueva York, Basic Books, 2022, pp. 5-6.
[55] El País, 21/01/2024.
[56] https://cincodias.elpais.com/economia/2024-01-06/el-lunes-se-reanuda-en-la-audiencia-de-madrid-el-juicio-por-el-caso-rato.html
[57] Quinn Slobodian, Crack-Up Capitalism: Market Radicals and the Dream of a World Without Democracy, Londres, Allen Lane, 2023.
[58] Fuller, Jacob, «Backfire: How the Rise of Neoliberalism Facilitated the Rise of The Far-Right», The Compass, 2023, vol. 1: Iss. 10, Article 3 (https://scholarworks.arcadia.edu/thecompass/vol1/iss10/3).
[59] https://www.radiofrance.fr/franceculture/podcasts/france-culture-va-plus-loin-l-invite-e-des-matins/
france-culture-va-plus-loin-emission-du-mercredi-17-janvier-2024-2847850
[60] Maurice Duverger, Instituciones políticas y Derecho Constitucional, Ariel, 1970, p. 38.
[61] Peter Turchin, Final de partida. Élites, contraélites y el camino a la desintegración política, Barcelona, Debate, 2024.
[62] Antón Costa, «El nuevo impulso populista», El País, 01/03/2015.
[63] Finis Welch, «In defense of inequality», The American Economic Review, 89, 2, mayo 1999, pp. 1-17, citas en pp. 1, 2 y 15.
[64] https://www.socialeurope.eu/time-to-recognise-a-fifth-eu-freedom-solidarity
[65] François Dubet, ¿Por qué preferimos la desigualdad? (aunque digamos lo contrario), Buenos Aires, Siglo XXI, 2015.
[66] André Gorz, Écologie et politique, París, Seuil, 1977, p. 41.
[67] Émile Durkheim, Le suicide. Étude de sociologie, París, Felix Alcan, 1897, pp. 272-278.
[68] José Ferrater Mora, El juego de la verdad, Barcelona, Destino, 1988, p. 124.
[69] Jean-Yves Pranchère, « Les faillites du langage », Esprit, octubre 2023 (https://esprit.presse.fr/article/
cecile-alduy-et-annie-collovald-et-jean-yves-pranchere/les-faillites-du-langage-44871).
[70] Max Frisch, «Prefacio» a Mein Kampf de Clement Moreau (Múnich, 1975).
[71] https://www.macgillsummerschool.com/peter-mair-1951-2011/
[72] Jean Jacques Rousseau, Discurso sobre las ciencias y las artes. Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, Buenos Aires, Losada, 2005.
[73] Enrico Berlinguer, La questione morale. La storica intervista di Eugenio Scalfari, Reggio Emilia, Aliberti, 2020.
Me parece un artículo espléndido sobre la necesaria reorientación de los partidos de la izquierda.
Tan solo echo a faltar alguna referencia a los excesos en la protección de temas culturales (como pueden ser costumbres no democráticas y discriminatorias amparadas por religiones ancladas en otros tiempos) o políticas de supuesto apoyo a necesitados que se extralimitan por falta de control y cuyo apoyo va en detrimento de otros necesitados no amparados en esos colectivos (ejemplos: ocupas de bienes públicos o privados, exceso de subvenciones a algunos colectivos que crean privilegios).
Este es muy importante, ya que es uno de los motivos del auge de la extrema derecha que incorpora a personas que deberían defender posiciones de izquierda a causa de esas disfunciones.
Saludos